‘Leto’ es un biopic maravilloso: enérgico como un tema de T-Rex y pomposo como una canción de Lou Reed

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Enfrentarse como espectador a un biopic en los tiempos que corren es una tarea marcada por unas luces y sombras particularmente contrastadas. Por un lado, existe una predisposición a ello debido al cariz divulgativo de este tipo de producciones, que permite descubrir personalidades y pasajes ocultos bajo las incontables páginas que conforman nuestra historia, o ampliar conocimientos sobre las más diversas materias.

En contraposición, existe un reverso negativo que siempre invita a temer por lo excesivamente formulario y poco abierto a la experimentación —siempre en términos generales— de un género que parece estancado en ese academicismo, tan aséptico como irritante, que convierte a las cintas biográficas en unas contendientes temibles en las temporadas de premios.

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Con la sorprendente ‘Leto’, el cineasta ruso Kirill Serebrennikov muestra la mejor cara posible del biopic, mimetizando el cariz rompedor y, por qué no, revolucionario de sus protagonistas; huyendo al mismo tiempo de clichés y lugares comunes mientras introduce a los neófitos en la materia —entre los que me incluyo— una escena musical tan brillante como desconocida para muchos.

La música nos hará libres

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La peculiar combinación surgida de un marco tan hostil como la represiva Unión Soviétca de principios de los 80 en que se ambienta la película y el grupo de músicos, soñadores y, a su manera, libres, que representados por el malogrado Viktor Tsoi intentan encontrar su lugar en un mundo que parecía no tener hueco para ellos, hace prácticamente imposible no sumergirse por completo en la fantástica propuesta de ‘Leto’.

Gran parte de la culpa de esto la tiene su nutrido grupo de personajes, tratados con mimo sobre el papel y frente a la cámara por unos guionistas y un reparto más que solventes. Una maraña de personalidades complejas y únicas que proyectan el teenage angst a un nuevo nivel de madurez, invitando al respetable a identificarse con ellos, y a sentir a flor de piel tanto los momentos más dulces como los más amargos que pueblan la trama.

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Este soberbio ejercicio de empatía no funcionaría de igual modo sin la fabulosa factura técnica y narrativa del filme, con una puesta en escena y un trabajo de cámara precisos y calculados al milímetro, camuflados bajo destellos puntuales de delirio videoclipero, y escudados por una deliciosa fotografía monocromática de Vladislav Opelyants que da el mismo empaque a los instantes más intimistas y, a su vez, a los más anárquicos.

Pese a predominar esta sensación de equilibrio constante, ‘Leto’ termina evidenciando un exceso de lo que podríamos llamar «amor propio», que casa a la perfección con el ego del artista que tanto se esfuerza en proyectar en pantalla. Algo que se traduce en un gusto por la dilatación innecesaria y en unas ínfulas que hacen flaco favor al conjunto, haciendo que ciertos pasajes de sus más de dos horas de metraje rocen el suplicio.

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Pero, por suerte, la música —gran protagonista de ‘Leto’— y las secuencias más desmadradas se las apañan para elevar la función nuevamente cuando colinda los terrenos del sopor, dejando instantáneas para el recuerdo como el número en el tren a ritmo de la ‘Psycho Killer’ de Talking Heads, o la maravillosa versión de ‘The Passanger’ de Iggy Pop a bordo de un autobús.

Durante una escena de ‘Leto’, los personajes describen a algunos de sus artistas favoritos de un modo que podría extrapolarse al largometraje. Y es que el último trabajo de Serebrennikov es suave y pomposo como un tema de Lou Reed, contundente y enérgico como una canción de T-Rex y reivindicativo como cualquier corte de un disco de los Sex Pistols; compartiendo con todos ellos su condición de pieza única e irrepetible.