Reflexiones de la vida diaria: «El sexapil de la venta ambulante»

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Telam SE

El sexapil de la venta ambulante

¿A quién no le gusta comprar algo por la calle? No importa si se trata de una prenda de vestir, un adaptador de enchufe o un pancho de dudosa calidad. Lo de la calle tiene otro sabor. ¡Y otro valor!

Esa es la magia de la venta ambulante. Pero para empezar, creo que hay que definir bien las cosas: Un tipo que pone una frazada y se queda sentado en la vereda, NO es un vendedor ambulante, sino un vendedor sentado en la vereda.

Vendedor ambulante es aquel que se mueve, que toca timbre, que vende barquillos en la playa, que anda con un termo con café en un carrito, que te vende cargadores para el auto en la esquina o el que te ofrece sus últimos 3 repasadores o sus últimos 3 pares de medias, o los que te tocan el timbre un domingo a la mañana para venderte alguna ilusión mesiánica.

Después está el que tiene un “puesto fijo” en la calle: en esta categoría están los vendedores de garrapiñadas, café y sanguches para taxistas, flores, paltas, frutillas, huevos y, dependiendo la zona, hasta algún repuesto para camiones.

Por último, está el ahora bautizado “mantero”: un vendedor de lo que venga, pero itinerante. Su itinerancia depende, directamente, de la intolerancia de la policía local y de la fuerza del palazo que pueda recibir.

Yo entiendo a los comerciantes que se quejan de la existencia de estos vendedores, pero les tengo una mala noticia: a la gente le encanta comprarle cosas a personas que están sentadas en la vereda.

Corpiños, remeras truchas, pilas desenergizadas, adaptadores ilegales para enchufes, broches, cubos mágicos, linternas estrambóticas, repasadores, trabapuertas de goma, radios de marcas como Pansonic o Suny, lupas, llaveros, calzoncillos, mazos de naipes, encendedores, anteojos de sol, estuches, adminiculos y cables para celulares, monederos, pelapapas, cubiertos, cubeteras, pelotas de goma, muñequitos de las tortugas ninja, biromes, sacapuntas, DVDs truchos…

¿Y todo por qué? Porque es barato. La gente sabe que compra una porquería, pero con la esperanza de que no lo sea. Enganchar una ganga es la motivación de todo comprador: “Me compré una linterna a pedal de 300 pesos. No sabés cómo alumbra”. Y el sujeto ya se vuelve la envidia del barrio que le pregunta dónde la compró. Y la respuesta, lacónica, será: “no sé, por ahí”… porque jamás les vas a revelar el secreto de la felicidad.

En cuanto al morfi, también tiene una magia especial encontrar al mejor vendedor de sanguches de milanesa en una esquina de un barrio tan perdido que no lo encontrás ni con Google Maps. Y te pavoneás: “¡No sabés qué buen chori hace el tipo! Hace un chimi que yo no sé qué le pone, pero nunca probé nada igual. Y hay cola”.

Y ves cómo al otro se le hace agua la boca, pero por alguna razón, nunca le revelarás la ubicación de la parrilla. Bueno, en realidad, la razón por la que no compartís la ubicación es muy simple: angurria. No querés llegar y que no haya choris para vos . Es más: si revelaras su ubicación, tal vez le hicieras un favor al vendedor, beneficiando su negocio. Pero no: tu angurria supera cualquier intención de poner en marcha la rueda del capitalismo virtuoso.

Otra característica interesante de la venta callejera es que tal vez vos no creés en nada: no creés en la política, no creés en dios, no creés ni en lo que te dicen tus hijos, pero si le preguntás algo al vendedor, tipo “¿esta bombacha aguanta un lavado?” y recibís como respuesta un “pufffffff”, por alguna razón de la sinrazón, te creés ese pufff como un niño cree que Papá Noel entra por la chimenea a su casa que NO tiene chimenea. Y lavás la bombacha, y se autodestruye. Y te decís: “yo sabía que esto iba a pasar”. Si en cambio lavás y resiste, te sentís el rey de la ganga, el Jacques Cousteau de la oferta callejera.

Por último, otros vendedores callejeros son de otra categoría de mercaderes urbanos: los artesanos. Esta gente vende otras cosas: Sahumerios, portasahumerios, elefantitos de la suerte, muñequeras de cuero con tu nombre, cinturones, cadenitas de mostacillas, aros, sahumerios, portasahumerios, aretes, pulseras, tuqueras, frasquitos de vidrio, aceites esenciales, piedritas Feng Shui, collares hindúes, anillos, ceniceros, sahumerios y más y más sahumerios y portasahumerios. Y a la gente también le encanta, porque cree que al comprarlos, está absorbiendo un poco de la filosofía hippie del vendedor de pelo largo o de la libertad de la hippie de jeans gastados con carita de pasarla bien en la vida.

Y para colmo, se ve que Dios creó primero a los turistas, y después, las ferias artesanales. El otro día, estaba en Palermo, y un turista mexicano se puso a hablar con un artesano, que le contaba que era budista y zen, y el mexicano estaba interesado, porque él también dijo ser budista y zen… Al final, el mexicano compró unos sahumerios, que salían cincuenta pesos. Pero le pagó con un billete de 100 dólares. El artesano agarró el billete, levantó la frazada y salió corriendo. El mexicano empezó a los gritos: “¡Oyeme. Me debes el cambio, manito!” “No, viejo”, le gritó el artesano. “¡¡El cambio debe venir de tu interior!!”

Y se las tomó…