
Diciembre de locos
Hay meses del año complicados, pero ninguno como diciembre. Marzo tiene el comienzo de las clases, pero no le llega ni a los tobillos a diciembre. Julio tiene las vacaciones de invierno, que al lado de la locura de diciembre son una germinación del poroto de cuarto grado.
Porque diciembre tiene algo especial: es diciembre. Ya a medida que se acerca diciembre, en octubre, digamos, ya empezás a escuchar “Uh… ya viene diciembre”, y no te lo dicen con alegría, sino más bien con 8.5 en la escala de Richter del Stress.
Y es como que por más que uno se resista, diciembre se acerca, se acerca… hasta que te pasa por arriba. Tal vez sea la llegada del viento norte, que dicen que enloquece a la gente. Aunque no creo: hay gente enloquecida con vientos del sur, del este y del oeste.
A la altura de noviembre, basta con que alguen diga “¿te das cuenta que el mes que viene es diciembre?” para que todos los presentes maldigan en idiomas antiguos, idiomas informáticos a través de emojis, y los más nerds, en idioma Klingon. (Si no sabe qué es el Klingon, busque en Google… y recupere parte de su infancia ya mismo).
Hasta que un día, final e inevitablemente, llega diciembre. Y empieza la locura generalizada. A veces, incluso, empieza mucho antes, pero diciembre la potencia. Se junta todo: las fiestas, las compras, la familia, la comida, las vacaciones, el fin de las clases, los actos de fin de clases, el balance de fin de año de las empresas y las personas físicas que tienden a creer que en enero todo cambia.
Entonces la gente se altera: se altera el tránsito, porque se llena de gente que normalmente no sale con su auto, pero como tiene que ir de compras al súper, al shopping o a lo de los manteros, ocupa más lugar del habitual en las calles. Y eso pone locos a los que tienen que laburar y no tienen ni tiempo de ir de compras, ni siquiera de parar y comprarle un cargador de celular al vendedor ambulante que deambula por la esquina.
Se alteran los peatones, porque las calles sufren el mismo proceso: hay más gente, y hay más carteles de ofertas, y hay más niños, y hay más autos y colectivos que hacen ruido y te ponen más nervioso, y como si fuera poco, ahora también están los que andan en monopatín eléctrico, que a mi, por ejemplo, de solo verlos, me sube tres puntos la presión arterial.
También están alterados los comerciantes: Si es un año bueno, porque están hasta las manos y se vende mucho y no dan abasto. Si es un año regular, se quejan extrañando el año bueno, aunque, dependiendo de a quién se haya votado, calavera no chilla. Y si el año es malo, se quejan porque es un año malo, malísimo, terrible y nunca vieron algo igual. (En realidad, lo vieron antes, más de una vez, pero no lo recuerdan como tan terrible porque la memoria te juega la mala pasada y quiere que aportes a la locura generalizada).
En las empresas, todos locos: ¿nos darán caja navideña? ¿nos darán un bono? ¿nos darán una patada en el tujes? Porque en diciembre todo puede pasar.
Y los empresarios, todos locos: ¿les doy caja navideña? ¿les doy un bono? ¿Los rajo a todos o mejor me voy 3 meses a Punta del CEO, y que se arreglen los subalternos?
Ni hablar cuando en diciembre, cada cuatro años, cambia el gobierno. Todos relocos. Todos.
Y cada diciembre me hace acordar a ese viejo chiste de paisanos del Once, que se encuentran en una esquina de Corrientes y Paso:
Moishe: ¡Abraham! ¿cómo andás, tanto tiempo?
Abraham: No me hablés, Moishe. No sé si a alguien le va peor que a mi. No sabés. Todo mal. En agosto empecé a stockear. Septiembre no se vendió nada. Octubre un poquito, pero nada. Noviembre un desastre. ¿Y viste lo que fue diciembre? Espantoso… ¿Y vos, cómo andás?
Moishe: Eso no es nada, Abraham. ¡Lo mío es un desastre! Me abandonó mi mujer, se fue con mi mejor amigo, mi hijo abandonó la carrera de medicina y se hizo Hare Krishna, se me incendió la casa, y la fábrica está en convocatoria de acreedores porque me quedé sin un peso. Decime, ¿hay algo peor que eso?
Abraham: Y si. Hay algo peor… febrero…










































