Hoy cerramos el mes de julio y a partir de mañana comienzan las vacaciones para muchas familias. La gente se saluda con más alegría y hablan sobre su destino vacacional.
Pero igual que no a todos les gustan las Navidades, no todos están alegres en verano. Y hay que respetarlo.
En mi caso, por ejemplo, cuando llega el calor no puedo evitar recordar aquel año en que murió mi marido, el padre de mis hijos, mi amigo y compañero. Solo quería estar en la cama, taparme y olvidarme del mundo, pero esa no era una opción posible. Los niños necesitaban sus vacaciones como todos los demás y ese año más, porque echaban de menos a su padre, fallecido unos pocos meses antes.
Así que este verano, al fin, he decidido compartir mi experiencia, con la intención de ayudar a otros padres y madres, viudos o divorciados, que este año se enfrentan a sus primeras vacaciones sin papá o sin mamá. Porque sí se puede y nuestros hijos nos lo agradecerán siempre.
Primera reacción: odiar el verano
Lógico, ¿no? Ves a todo el mundo feliz, programando sus días de verano en familia y tú estás muy, muy triste, y tu familia (al menos la que tu creaste) ya no existe, mientras las demás son felices. O eso crees. Porque, aunque no existan tantas familias radiantes de felicidad ni todo el mundo disfrute de unas vacaciones idílicas, lo sientes así. Es como cuando buscas un bebé y solo ves embarazadas. Pues ahora que añoras lo que perdiste, solo ves padres con hijos disfrutando todos juntos.
Cada una (y cada uno) lo vivimos a nuestra manera, como podemos, porque no tenemos ni idea de qué hacer ni cómo enfrentarnos a la nueva situación. Cuando alguna viuda reciente me pregunta qué hacer, la respondo con humildad que no existe ninguna receta mágica.
«Haz lo que puedas, lo que te salga del corazón y seguro que aciertas».
Cuando me quedé sola con mis hijos fui, de manera inconsciente, separándome de aquellos amigos de siempre, con los que salíamos todos juntos con nuestros pequeños. No fue algo intencionado, pero no podía soportar ver tan cerca lo que yo había perdido.
Sin buscarlo empecé a conocer a otras madres que se enfrentaban a la maternidad solas, como yo: madres del colegio y la guardería, compañeras de trabajo, amigas de amigas…
El círculo de amistades cambió sin darme cuenta. ¡Claro que mis amigos de toda la vida seguían ahí, intentando apoyarme! Pero no entendían cómo me sentía y mis hijos y yo necesitábamos estar con otros niños y padres que no nos recordaran lo mucho que habíamos perdido.
Por supuesto que mi actitud puede resultar egoísta, pero como ya he dejado claro desde el principio, cada uno vive el duelo (también una separación es una pérdida) como mejor puede, intentando salir adelante, ni mejor ni peor que otros. Yo intento no juzgar, y me gustaría que tampoco me juzguen a mí.
Así que sí, odiaba las malditas vacaciones, el verano que nunca terminaba.
Siempre hay un primer verano diferente
Lo primero y quizás más importante (creo yo) es decidir que sí quieres ir de vacaciones con tus pequeños, que deseas que vivan dentro de la mayor normalidad en una etapa triste y anormal para todos.
La tristeza va a acompañarte, siempre. No nos vamos a engañar: perder a tu compañero de viaje te cambia. Nunca he vuelto a ser la mujer desenfadada y alegre de antes, pero sí he disfrutado de cada momento compartido con mis hijos, me río con ellos, con las personas que más quiero, mi motor en la vida.
Y el tiempo de ocio, fuera de las rutinas del día a día, dejan momentos inolvidables en familia. Sí, en familia, porque con el paso del tiempo te convences de que tú sigues teniendo tu familia, con tus hijos, aunque no sea la que soñabas.
Pero para eso aún queda tiempo. Primero, hay que pensar cómo superar el primer verano.
Algunos de mis amigos divorciados se fueron de vacaciones a la playa con sus hijos, otros optaron por viajes para padres solos con hijos, los que ya tenían adolescentes incluso se atrevieron con algún viaje organizado al extranjero… Pero también están los que consumidos por la pena son incapaces de levantarse de la cama ni siquiera para ir a trabajar y envían a sus hijos a casa de los abuelos.
Cada uno hace lo que puede (siento repetirla tanto, pero es mi lema). Ninguno lo hace mejor ni peor.
Todos optamos por elegir la opción que nos salió del corazón, aunque podía haber sido otra distinta.
Mi hija tenía 7 años y mi hijo 6 meses cuando su padre murió, así que pensar en irme con ellos yo sola a un lugar de playa, como hubiéramos planeado los cuatro juntos, me resultaba imposible. No me sentía con fuerzas.
Sé que no lo hice bien, pero cuando perdí a Arturo, me volqué por completo en el trabajo, cuantas más horas mejor, para no enfrentarme a la dura realidad. Incluso trabajaba por la noche para no tener que acostarme en la cama sola.
No quiero que se interprete mal, pero hasta mirar a mis hijos, con un parecido físico tan grande a su padre, me dolía, porque me recordaba que él ya no estaba aquí. Ver cómo mi bebé gateaba por primera vez o pronunciaba sus primeras palabras sin poder compartirlo con su padre, me hacía daño. ¿Difícil de entender? Sí, pero era cómo me sentía, aunque nunca se me ocurrió contárselo a nadie, cuando todos me decían: «Qué suerte tienes, te ha dejado una calcamonía. Vas a ver crecer a tu bebé y será como su padre».
Pero eran mis hijos, y tenía que procurar que llevaran una vida lo más ‘normal posible’. Así que durante el curso les llevaba a la guardería y al cole, recogía a mi hija de las extraescolares, la llevaba a los campeonatos de ajedrez, a los cumpleaños, les saqué fotos en las fiestas escolares… Y cuando terminó el curso, les envié con su abuela a la casa del pueblo.
Sé que muchos me juzgarán por ‘esa salida fácil’, pero no lo fue en absoluto. No quería separarme de las personas que más quería en el mundo y la única razón por la que me levantaba cada mañana, pero necesitaba llorar todo lo que no me permitía hacer cuando ellos estaban delante (aunque no siempre lograba evitar las lágrimas en su presencia).
Todos los fines de semana subía a verlos, como hacíamos antes su padre y yo. Y, en uno de esos viajes de 500 kilómetros, lo decidí: tocaba viajar.
Unos pequeños compañeros de viaje
Su padre y yo siempre realizábamos una escapada en invierno, a conocer algún destino nuevo y solos. Era nuestra manera de recargar pilas como pareja para luego ser mejores padres. Esta actitud me generó muchos enemigos que me consideraban una mala madre, porque «las madres entregadas no se separan de mis hijos ni los dejan ‘abandonados con sus abuelos’ para ir de viaje».
Pero, sinceramente, siempre he sido un alma libre y los viajes, mi salida al estrés. Y realmente, hasta que no me faltó mi compañero y empezó a flaquear mi autoestima y mi seguridad en mis actos, no me importaba demasiado lo que opinaran los demás si yo veía que nuestra pequeña familia era feliz. Y lo era.
Solo tres meses antes de fallecer, nos fuimos los cuatro a Tenerife, un viaje muy cómodo porque mi enano aún tomaba teta y no tenía que preocuparme de su comida. ¡Es el último recuerdo de vacaciones juntos y nos lo pasamos genial! Porque ese era el trato: viaje para papá y mamá durante el curso y vacaciones todos juntos en alguna isla en verano, además de las consabidas visitas a los abuelos en la playa.
Así que ese fatídico primer año tuve como una revelación y decidí seguir realizando las mismas rutinas con mis hijos. Ya era agosto y no tenía tiempo que perder así que me fui con mi pequeña a París, a realizar un viaje a su medida, con parque temático incluido.
Tengo que reconocer que me daba pánico viajar sola con ella e intenté convencer a otras madres con niños, pero ninguna se atrevió: ¿Viaje organizado por mi cuenta, por Internet y tan barato? Imposible.
Así que por suerte fuimos solas y, a partir de entonces, Kenya se convirtió en mi compañera de aventuras. ¿A quién podría encontrar más afín a mí?
No voy a engañar a nadie si digo que no fue duro. Lloré antes, durante y después del viaje , mi primera salida en familia sin Arturo.
Si mi hija me veía llorar me decía: «Mami, no llores, papi está con nosotros y no para de reírse porque es feliz, como siempre».
Ella aún recuerda nuestra primera escapada a solas, que se ha ido repitiendo cada año. ¿El problema? Que se ha convertido en una viajera incansable que habla cuatro idiomas porque «son necesarios para conocer a gente de todas las partes del mundo».
En cuanto a su hermano… Yago era aún muy pequeño y, tonta de mí, pensé que debía volcarme más en Kenya, que era la que más notaba la pérdida de su padre. Él era tan bebé que no podía echarle en falta…
Un gran error que descubrí más tarde, porque los bebés sí viven las pérdidas y por supuesto que necesitan nuestro amor multplicado por dos. Pero cuando sufres, no eres consciente de estas cosas.
Así que tuvo que esperar al verano siguiente para volver a irse de vacaciones en familia. Y con una familia muy numerosa, porque a partir de ese año comenzamos a viajar con una madre del cole y su hija, compañera de Kenya: Ibiza, Menorca, Las Palmas… y la experiencia ha sido muy gratificante.
Si viajas con otra familia monoparental, no te sientes sola, compartes las tareas diarias, programas las rutas con otro adulto que te entiende perfectamente y los niños crecen juntos, como si fueran sus primos.
No sé si es la opción adecuada o no, pero a mí me ha funcionado. Y espero que, aunque solo sea un poquito, te haya servido para sentirte identificada (o identificado) y te ayude a comprender que sí podemos salir adelante, que sí podemos seguir disfrutando de nuestras vacaciones en familia, y que el verano puede seguir siendo un momento de risas y recuerdos desenfadados con nuestros hijos.
Me encantaría conocer tu experiencia y, si necesitas ayuda, no dudes en escribirme. A mí también me apoyaron otras mujeres y hombres que, como yo, tuvieron que enfrentarse un año al primer verano de sus vidas, sin sus compañeros de viaje.
Fotos | iStock
En Bebés y Más | Alquilar en destino cunas y sillitas de paseo para niños: una solución práctica en los viajes familiares, Adiós a los mareos: por qué se marean los niños en el coche y cómo evitarlo