Hablar del estudio de animación Pixar es hacerlo de dos elementos concretos: la maestría y la magia. Una maestría patente en su dominio del lenguaje audiovisual, en la depurada narrativa que hace destacar a la inmensa mayoría de sus largometrajes y en la escritura de unos libretos en los que historia y discurso se funden en un todo redondo; y una magia que, de un modo que trasciende casi toda lógica —y, sí la tiene, es mejor tratar de no dársela—, logra estrujar corazones y maravillar como nadie más puede hacerlo.
Los de Emeryville rara vez —por no decir nunca— fallan sus tiros estrepitosamente, contándose sus producciones como éxitos, perfilados con mayor o menor detalle o perfección, pero ampliamente satisfactorios en términos cinematográficos. No obstante, cuando maestría y magia se dan la mano, uniéndose en un mismo filme, el único resultado posible son obras maestras como ‘Ratatouille’, ‘Up’, ‘Coco’ o una ‘Toy Story 3’ que supuso el broche de oro para una trilogía redonda y excepcional.
El anuncio de ‘Toy Story 4’, estrenada nueve años después de la tercera entrega, despertó el recelo de propios y extraños frente a lo que podía ser un nuevo caso de esa “secuelitis” que Pixar lleva adoleciendo una buena temporada, y que ha dejado algunos de sus productos menos inspirados. Unos temores en absoluto infundados, porque la cuarta aventura de Woody, Buzz y compañía, pese a resultar brillante en múltiples aspectos como su forma e imaginario, carece de ese toque especial marca de la casa y del empaque suficiente como para trascender como un nuevo clásico instantáneo.
En busca del genio marca de la casa
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La primera secuencia de ‘Toy Story 4’ deja bien claro que nos encontramos frente a una obra a la vanguardia ya no sólo de la animación, sino del panorama contemporáneo en lo que a blockbusters se refiere. Con una pequeña set-piece, el debutante Josh Cooley demuestra ampliamente su pericia como director, mientras que el equipo de animadores hace una exhibición de músculo asombrosa, con un manejo de la iluminación, los modelados y la creación de fluidos —el agua es sencillamente impresionante— capaces de dejar boquiabierto al espectador menos interesado en estos entresijos técnicos, en los que Pixar no tiene rival.
Aprovechando hasta el último píxel que le ha facilitado la poderosa maquinaria del estudio, Cooley ha dado forma a un universo más reducido de lo que puede parecer a simple vista, pero lleno de vida y detalle; un microcosmos por el que deambulan los carismáticos habituales de la saga, articulado mediante una puesta en escena impropia de un primerizo en la realización de largos, y que no tiene nada que envidiar a los grandes hitos de la factoría.
No obstante, es en sus cimientos donde ‘Toy Story 4’ revela sus principales flaquezas. El guión, firmado a cuatro manos por Rashida Jones y Will McCormack, es plenamente funcional y lo suficientemente inteligente como para no ser merecedor de ningún tipo de reproche, pero el concepto sobre el que gira carece de una carga emocional y de un sentido de la épica lo suficientemente grandes como para no parecer una simple anécdota que, más que con un filme, bien podría casar con un episodio dilatado hasta la hora y media de una serie de televisión de gran presupuesto.
Esto es tan sólo uno de los síntomas causados por una falta de frescor que, además de invitar a pensar que con ‘Toy Story 3’ —que sí fue una gran odisea digna de su metraje— se gastaron todas las balas guardadas en la recámara, se ve reflejada en el hecho de que los mejores elementos de esta cuarta entrega son, precisamente, sus nuevas incorporaciones; personajes como Duke Caboom, Ducky, Bunny o Forky —interpretados por unos Keanu Reeves, Keegan-Michael Key, Jordan Peele y Tony Hale hilarantes—, que consiguen robar los focos a unos veteranos a los que les queda poco que aportar.
Puede que las expectativas sean las verdaderas culpables o que, en efecto, los juguetes de Pixar hayan vivido tiempos mejores y mucho más inspirados, pero ‘Toy Story 4’ es una muestra de la amarga sensación que un largometraje puede dejar en un espectador cuando, contando con unas virtudes incontestables, es incapaz de emocionar a pleno rendimiento. Después de todo, la perfección y los cálculos milimetrados no deben ser los mejores aliados en un medio creativo como es el cinematográfico.