‘Soul’: Pixar impresiona pero no emociona con una película que revela su cara más formularia

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Después de un cuarto de siglo desde su debut en la gran pantalla con ‘Toy Story’, y con veintitrés largometrajes y un buen puñado de cortometrajes a sus espaldas que hablan por sí solos, es tan redundante como innecesario reivindicar a Pixar como una fábrica de cine de primerísimo nivel que, obviando los siempre inevitables patinazos —representados principalmente por las secuelas de ‘Cars’—, se puede asociar sin miedo a la excelencia tanto en términos técnicos como narrativos.

Este dominio indiscutible del uso del lenguaje cinematográfico para dar forma a historias que han tendido a romper con los siempre indeseables tópicos relacionados con el cine de animación, ha ido evolucionando a base de riesgo, ambición, y al perfeccionamiento de ciertos mecanismos que han terminado derivando en una suerte de fórmula —magistral, pero aún así fórmula— similar a las que otras grandes compañías están explotando para favorecer la incesante proliferación de blockbusters franquiciados.

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‘Soul’, el último y esperado trabajo del veterano Pete Docter y el debutante Kemp Powers para la factoría Pixar, hace aún más evidente esta tendencia a la repetición de recursos y patrones; dejando entrever con mayor claridad las costuras y los engranajes perfectamente encajados que componen una pieza impresionante, pero que falla en su propósito de emocionar debido a su espíritu casi matemático. Una pequeña decepción que, por otra parte, no deja de estar a la vanguardia del género, ni de elevarse como uno de los mejores títulos que nos ha dejado este 2020 a punto de acabar.

Jazz sin alma

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La toma de contacto con ‘Soul’ a través de su prodigioso primer acto y la nada desdeñable primera mitad del segundo no podría haber sido más satisfactoria. En aproximadamente 45 minutos, Docter y Powers plantean con precisión un exquisito juego reflexivo existencialista que combina con acierto tres ingredientes ante los que he caído rendido sin ningún tipo de resistencia: el jazz, el buen cine y mi adorada ciudad de Nueva York representada con un un cariño que trasciende a la pantalla.

Por desgracia, una vez alcanzado el mid-point de la cinta, el conjunto comienza a deshincharse progresivamente, pasando de la aguda comedia metafísica al slapstick más desenfadado con el intercambio de cuerpos como herramienta humorística principal. Un viraje algo brusco que aspira a capturar la atención de un público infantil que podría haber desconectado casi por completo a esas alturas del relato, y cuya inclusión en el target objetivo de la película parece más bien un trámite para cumplir con los requerimientos de la marca Pixar/Disney.

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No cabe duda de que nos encontramos ante la obra más adulta del estudio, y esto es algo que va mucho más allá del ya de por sí revelador hecho de que su protagonista es un hombre cuarentón con diversas frustraciones laborales y vitales a cuestas. Conforme va progresando, el filme va escarbando poco a poco en el inconsciente del público entrado en años con sus diatribas sobre el propósito de nuestra existencia, las pasiones, las obligaciones y los sueños inalcanzados; pero todo esto acaba revelándose como un espejismo con fecha de caducidad.

La complejidad discursiva discursiva de la hace gala ‘Soul’ durante buena parte de su ajustado metraje se diluye progresivamente hasta tocar fondo en un tercer acto que reduce su poso y subtextos a la moraleja simplista y facilona que parece extraída de cualquier libro de autoayuda de saldo, escuchada con anterioridad de mil y una formas, y expuesta de un modo impropio de los de Emeryville. Por primera vez, la fórmula ha fallado; se ha construido algo gigantesco para encorsetarlo en un molde previsible —secuencia de montaje lacrimógena incluida— que ha disipado todo atisbo de magia.

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No es difícil aliviar este sabor amargo con el deleite para los sentidos que brindan un tratamiento visual descomunal que vuelve a suponer un nuevo techo técnico y artístico para la industria de la animación CGI —la combinación de entornos y personajes 3D con algunos secundarios bidimensionales es maravillosa, al igual que el impecable diseño de producción—, y una banda sonora sencillamente impecable tanto en sus pasajes electrónicos compuestos por Trent Reznor y Atticus Ross, como en unas partituras de Jonathan Batiste en clave de jazz que, sorprendentemente, poseen un alma y sentimiento mucho más auténticos que el largometraje que las alberga.