Solo lo hacen los andaluces, pero es un gesto en el cocido que deberíamos hacer todos para que la sopa sea más fresca

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España entera se arropa con sopas cuando el frío aprieta. En cada rincón, el cocido se adapta al clima, al paisaje y a la despensa: el madrileño con su triple vuelco, el montañés con su contundencia, el gallego con grelos y unto, el lebaniego con garbanzos pequeños y sopa de fideos… 

Y así podríamos seguir una tarde entera. Pero si bajamos al sur, a tierras andaluzas, encontramos una versión del cocido que, sin hacer mucho ruido, guarda un as en la manga. Un gesto sutil que transforma la sopa en algo inesperadamente fresco.

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Ese gesto, tan sencillo como eficaz, es añadir una o dos hojas de hierbabuena fresca al caldo. Y sí, suena a verano, a mojito, a postre. Pero no. Aquí estamos hablando de cuchara caliente, de puchero andaluz, de caldos que reconfortan el cuerpo… y que, gracias a esta planta, también despiertan los sentidos.

El puchero andaluz no se diferencia mucho en estructura del resto de cocidos patrios: garbanzos, carnes, tocino, huesos, verduras… Pero lo que marca la diferencia es ese toque verde que llega al final. 

En muchas casas se añade la hierbabuena justo antes de servir la sopa, o incluso se introduce en la olla durante los últimos minutos de cocción. El resultado es un caldo aromático, con el punto graso habitual pero con un frescor que lo aligera, que anima a repetir cucharada tras cucharada sin sentir que el estómago se convierte en una losa.

¿Por qué no lo hacemos todos? Cuestión de costumbre, de tradición, de herencias culinarias. Pero si lo probásemos una sola vez, seguramente no volveríamos atrás.

La hierbabuena no solo aporta aroma. También actúa como pequeño contrapeso al peso del cocido. Refresca la boca, limpia el paladar y deja una sensación ligera que no suele asociarse a platos de cuchara. Y no se necesita mucho: con una o dos hojitas es suficiente para marcar la diferencia.

Este truco andaluz tiene raíces profundas. En la cocina del sur, la hierbabuena (y su familia cercana: la menta y el poleo) es un ingrediente que aparece más de lo que muchos imaginan. En platos dulces, sí, pero también en salados. ¿Un ejemplo? 

El archiconocido gazpacho andaluz, en algunas versiones locales (sobre todo en Córdoba y Sevilla), se adereza con un poco de hierbabuena picada para aportar ese golpe de frescor que lo hace aún más refrescante. Otro clásico es el ajoblanco, al que en ciertas zonas se le añade un toque de menta para equilibrar el ajo. Y no olvidemos los caracoles en caldo, ese manjar que se disfruta en primavera, donde el poleo y la hierbabuena son los auténticos protagonistas del aroma.

En los guisos de legumbres, como los garbanzos con espinacas o los potajes de cuaresma, también se cuela a veces esa hoja mágica que, sin imponerse, cambia todo. Aportando frescura, sí, pero también un perfume que casa de maravilla con las especias más cálidas.

La clave está en usarla con medida. Ni en ramilletes ni como decoración vacía. Basta con respetar su esencia: que sea fresca, que se añada en el momento justo y que acompañe, no que mande.

No obstante, no es una exclusividad el uso de hierbas frescas en caldos o sopas, aunque en España se estile poco. Buena parte de los grandes platos de cuchara latinoamericanos como el sancocho colombiano tiene una buena cantidad de cilantro, o la sopa de frijoles con costilla hondureña.

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