La ciencia se construye en torno a certezas, producidas tras investigaciones concienzudas, rigurosas y comprobables. Sin embargo, cualquiera especializado en el campo te hablará de lo peligroso de confiar ciegamente en resultados sin revisión, en tratar de ser categórico en lugar de cuestionar hasta poder llegar a una conclusión más o menos firme. Por eso los procesos científicos que realmente valen llevan tiempo.
Son aspectos que chocan directamente con la creencia y la fe, que suelen caer en el dogmatismo férreo y sin cuestionamiento. Sin embargo, hay aspectos en los que ambos conceptos pueden llegar a coexistir y hasta retroalimentarse, como la determinación a la hora de encontrar una respuesta aunque el camino sea confuso e incierto. Creer que hay una solución aunque todo apunte al fatalismo. Sobre estas cosas reflexiona George Miller en una de sus películas más singulares, ‘El aceite de la vida‘.
Pesadilla familiar
Resulta complicado encajar una película como esta, disponible en Filmin, en la carrera de Miller. Es cierto que su filmografía ya es muy estrafalaria, pero al final se pueden encontrar puntos de conexión entre sus cañonazos de acción desatada (la saga de ‘Mad Max‘), sus películas infantiles (‘Babe‘ y ‘Happy Feet‘) y sus films de fantasía (‘Las brujas de Eastwick‘ y su reciente ‘Tres mil años esperándote‘). Un melodrama basado en hechos reales, con una historia que podría ser de «peli de tarde», no encaja mucho ahí a priori.
La película sigue a los Odone, una familia bien provista y con ambiciones filantrópicas que durante años han realizado diversas labores sociales en África. Tienen un hijo, Lorenzo (Zack O’Malley Greenburg), al que crían en esos valores positivos, siendo tan humano como curioso intelectualmente. Pero en su regreso a Estados Unidos empiezan a ver una serie de síntomas preocupantes que no parecen tener explicación sencilla.
En poco tiempo pasa de estar realizando vida normal a perder funciones motoras, a caerse, a tener debilidad en los miembros hasta no poder andar con normalidad, a perder visibilidad incluso a quedarse sin habla. Padece una enfermedad neurológica rara que debilita las capas de mielina de sus neuronas y deterioran su sistema nervioso. El pronóstico es horrible, con muy poca perspectiva de vida y cuidados intensos sin que los médicos tengan demasiadas pistas por donde tirar.
‘El aceite de la vida’: empatía extravagante
Los padres, interpretados por Nick Nolte y Susan Sarandon, no sólo se volcarán en los cuidados de su hijo. Tratarán de apoyar a los equipos médicos haciendo intensiva investigación, tratando de entender qué está causando su deterioro y probando métodos basados en evidencia que puedan salvarle. Su determinación se volverá casi creencia ciega en que pueden curarle, incluso chocando con otros médicos y otras organizaciones dedicadas a esta enfermedad rara.
Sin embargo, Miller encuentra la manera de mostrar cómo su devoción por el proceso científico resulta casi digna de fervor religioso, con sus aspectos negativos pero también dando resultados cuando su pasión ferviente logra casar con la investigación. Y lo cuenta sin caer en trucos baratos del drama de enfermedades, mostrando detalles que evidencia su pasado como médico antes de dedicarse al cine.
El director tira de empatía para dibujar a todos los personajes (incluyendo los médicos que en cierta parte son los villanos) y consigue dejar sensación de urgencia en su ritmo y en cómo dialogan estos personajes, que propulsa la historia. Hasta deja detalles visuales impresionantes y marca de la casa, con alguna escena de pesadilla digna de las alucinaciones de ‘Mad Max’ o algunas donde enfatiza la tragedia hasta el punto que parece estar diseñando esculturas clásicas o cuadros románticos.
Detalles excéntricos, pero bien utilizados, que hacen que la película trascienda la imagen de melodramón barato que puedas imaginarte de leer la premisa. Esa capacidad narrativa exultante hace que estemos, de manera inequívoca, ante una película de George Miller.
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