Desde que arrancó su periplo en el mundo del largometraje con la espléndida ‘Toy Story’, hace ya más de un cuarto de siglo, el estudio de animación Pixar se ha caracterizado por hacer gala de una ambición gigantesca; aplicada tanto al impecable tratamiento audiovisual de sus obras, como a unos campos narrativos y conceptuales que fueron ganando en complejidad progresivamente y en paralelo a la maduración de la compañía.
A pesar de haber enmascarado subtextos y lecturas de una profundidad inusitada en este tipo de producciones en títulos de la talla de las brillantes ‘Up’, ‘Toy Story 3’ o ‘Del revés’, el gran punto de inflexión llegó de la mano de ‘Soul’; una odisea existencialista que abrazó sin miramientos la metafísica a través de una premisa que terminó siendo engullida por sus propias aspiraciones, evidenciando el hecho de que, en ocasiones, apostar por la sencillez implica que el conjunto funcione infinitamente mejor.
El caso de ‘Luca’ es un ejemplo perfecto de esto. El realizador Enrico Casarosa —responsable del hermoso cortometraje ‘La Luna’— ha logrado dar forma a una película encantadora que, en menos de hora y media, vuelve a condensar toda la esencia y la maestría marca de la casa a la hora de narrar en imágenes a través de unos mecanismos dramáticos ampliamente conocidos y explotados en numerosas ocasiones con anterioridad, pero que sirven de catalizadores de la emoción más pura y honesta.
Una línea directa al corazón
Un vistazo al primer acto de ‘Luca’ hace evidente que el libreto de Jesse Andrews y el veterano de Pixar Mike Jones se edifica sobre unos pilares tan sólidos y elementales como los de las historias arquetípicas de «pez fuera del agua» —definición, en este caso, literal—. La mirada con anhelo a lo prohibido, el descubrimiento de un nuevo mundo lleno de posibilidades y atractivos pero no exento de peligros, y la integración a duras penas en el nuevo entorno son sólo algunos de los lugares comunes argumentales que recorre un filme cuyo mayor defecto es su inocua previsibilidad.
No obstante, bajo esta capa de economía narrativa y de giros fácilmente predecibles —pero no por ello menos efectivos—, se encierra un precioso e inspirador drama iniciático que se las apaña para tocar las teclas correctas en todo momento sin caer en maniqueísmos caducos; articulando un relato sobre la aceptación personal y la ajena, la tolerancia, el autodescubrimiento y las dinámicas familiares con un claro foco puesto sobre el público infantil, pero que calará con igual intensidad en los espectadores adultos, tal y como dictan los cánones del estudio.
Puede que, en última instancia, la gran arma secreta de ‘Luca’ para transformar una propuesta tan elemental en otro pequeño milagro sea la gestión de su tono. Sirviéndose de una agradable ligereza y de los tropos del subgénero, Casarosa y su equipo equilibran comedia y drama en otro juego de malabares típico de Pixar, intercalando gags con un sentido del humor envidiable —el gato Machiavelli y el tío Ugo, doblado por Sacha Baron Cohen, son impagables— y unas escenas dramáticas que meten el dedo en la llaga —y de qué manera— con suavidad y ternura.
Huelga decir que a nivel formal y de diseño de producción, la cinta luce tan pulcra como cabría esperar. Además del lúcido contraste entre un fondo del mar plano, soso y falto de interés, visto a través de los ojos de un protagonista que sueña con pisar tierra, y un pueblo de Portorosso precioso, repleto de color e iluminado con un mimo tremendo, los personajes hacen gala de una animación exquisita y expresiva, enriquecida por unas texturas con una calidad tremenda —la ropa y el pelo son impresionantes—. Lástima que no podamos disfrutar de semejante espectáculo en una sala de cine.
Es muy probable que la premisa, la ligereza y el mensaje de ‘Luca’ inviten a muchos a confundir simplicidad —en el buen sentido de la palabra— con una mal llamada «Pixar menor». Lejos de esto, todo aquél que se deje llevar y le pida a su Bruno interior que cierre la boca para librarse de prejuicios, se encontrará con noventa minutos mágicos, repletos de emociones a flor de piel y alguna que otra lágrima espontánea, proyectados a través del prisma de un estudio cuya única pretensión es llegar al fondo de nuestros corazones sin alardes ni triples tirabuzones. Sólo con el mejor y el más puro cine.