Suele decirse, no con poco acierto, que la crítica cinematográfica es un género literario autobiográfico. Dependiendo de las experiencias vitales o el estado emocional del autor de un texto en el momento de ver el largometraje a reseñar —y esto se extiende a cualquier tipo de espectador, vaya a escribir o no a posteriori—, este tendrá una reacción determinada frente al filme en cuestión que, en ocasiones, trasciende a elementos estrictamente cinematográficos.
Comienzo apuntando esto para tratar de dar sentido a parte —por supuesto, hay factores más tangibles involucrados— de la animadversión que me ha generado ‘Los días que vendrán’; lo nuevo de un Carlos Marques-Marcet que sorprendió a propios y extraños con su celebrado debut ‘10.000 KM’ y que logró emocionarme con la naturalidad y el encanto de su segundo trabajo para la gran pantalla, ‘Tierra firme’.
No puede negarse, bajo ningún concepto, que la cinta que nos ocupa posea un buen número de virtudes, principalmente relacionadas con su forma, que la hayan ayudado a alzarse con la Biznaga de Oro en el Festival de Málaga; pero, para un servidor, son sólo pequeños detalles que brillan a duras penas, ensombrecidos por el tratamiento de su temática, por un tono excesivamente empalagoso y por unos personajes con los que he sido incapaz de generar la más mínima empatía.
Una cuestión de empatía
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Es probable que el hecho de tener el reloj biológico completamente desactivado y mis instintos paternales bajo mínimos hayan sido determinantes a la hora de ver ‘Los días que vendrán’ desde un distanciamiento que ha hecho la propuesta, a mis ojos, más estéril de lo que realmente es. Una perspectiva que, aunque haya convertido la escasa hora y media que dura la película en un enervante calvario que parecía interminable, me ha permitido apreciar con mayor frialdad los que, a mi juicio, son sus mayores aciertos y debilidades.
Resulta innegable que Marques-Marcet tiene una mano única para no tratar la cámara como una herramienta, sino como una ventana a través de la que observar la realidad —por muy ficticia que sea— del modo más natural posible. Libre de artificios, la puesta en escena del barcelonés vuelve a verse enriquecida por la proximidad a los personajes y por ese encantador costumbrismo de autor que ha ayudado a encumbrarle como uno de los grandes referentes del panorama nacional.
Pero, en esta ocasión, da la sensación de el director esté excesivamente enamorado de su obra —lo cual, en parte, es coherente— y de la idea de aprovechar el embarazo real de la pareja de actores protagonista —unos solventes David Verdaguer y Maria Rodríguez Soto entregados a la improvisación— para narrar su historia sobre unos padres primerizos; lo cual se traduce en un tono excesivamente engolado y en una narrativa que se antoja demasiado dilatada.
Esto último, pese a su efecto negativo sobre el ritmo del filme, no supondría mayor problema de no ser por un dúo de protagónicos con unas personalidades ciertamente irritantes, caprichosos e incluso antipáticos, con los que no he podido conectar en ningún momento; mermando considerablemente el potencial emocional de una trama que, proyectada bajo otro punto de vista, tal vez me hubiese calado más hondo.
No seré yo quien defenestre un largometraje por el mero hecho de no haber conectado con él, pero el caso de ‘Los días que vendrán’ resulta particularmente decepcionante. Tenía todas las papeletas para convertirse en un nuevo y ejemplar retrato generacional que siguiese la estela de ‘Tierra firme’; pero donde reinaban el frescor, la contención y la ligereza, se han instalado un exceso de gravedad y un gusto por el melodrama que pesan más que mi animadversión a tener descendencia.