Hay un principio de la educación muy básico que dice que no puedes pretender que los demás hagan aquello que tú no haces, o lo que es lo mismo, que el «haz lo que digo, no lo que hago» es un método educativo muy pobre abocado al fracaso, porque los niños se fijan más en nuestro ejemplo que en nuestras palabras.
Como ya explicáramos hace un par de años, educar a un niño es todo aquello que hacemos cuando no les estamos educando, y por eso debemos los padres reflexionar un poco acerca de lo que les pedimos hacer, porque les exigimos cosas totalmente convencidos de que es lo mejor pero luego resulta que nosotros no las hacemos: las nueve cosas que esperamos que hagan nuestros hijos y luego nosotros no hacemos.
1. Que obedezcan sin rechistar
Durante décadas el ser obediente ha sido una cualidad muy valorada por los adultos: «qué bien, qué niño tan obediente», «qué niños tan bien educados, qué obedientes son», cuando la realidad es que la obediencia puede ser peligrosa en muchos aspectos. Claro que hay momentos en que un niño debe obedecer a sus padres, que hay situaciones muy peligrosas, pero hay que tener claro que cuanto más obediente sea un niño, menos tiene que pensar. Cuanto más siga las instrucciones de sus padres, menos sabrá por qué hace lo que hace, y en consecuencia, menos capacidad de razonamiento tendrá.
Lo ideal es que eduquemos a los niños ayudándole a resolver las situaciones y los problemas con que se enfrentan. Que hablemos con ellos, que dialoguemos, y que nos den su opinión, su solución, cómo lo harían ellos. Esto no quiere decir que tengamos que hacer lo que dicen, lo que escogen, pero sí que debemos permitir (y potenciar) que piensen.
Y los niños, antes de dejarse obligar a obedecer en todas las situaciones que se nos ocurren, se quejan, rechistan y dan su opinión, como haríamos nosotros cuando nuestro jefe nos obliga a hacer algo que no nos parece bien, o cuando alguien espera que obedezcamos sin decir nada.
2. Que no sean caprichosos
Que antes los dibujos se veían solo en un horario concreto y ahora no solo hay canales en los que pueden verlos a todas horas del día, sino que además los pueden ver por internet. Que antes los anuncios de juguetes eran solo en Navidad y ahora son todo el año. Que antes los niños se espabilaban para divertirse fuera de casa y ahora les compramos cosas para que jueguen dentro y no corran peligros en la calla. Que antes los niños se tenían que aguantar si sus padres no pasaban mucho tiempo con ellos y ahora los padres nos sentimos mal y compramos su cariño, y suplantamos esa carencia, comprándoles cosas.
Vamos, que les hacemos caprichosos nosotros, sustituyendo nuestro tiempo con ellos por cosas materiales y luego les decimos que no sean caprichosos… precisamente cuando nosotros mismos andamos siempre buscando qué viaje hacer, qué zapatos comprar o qué móvil sustituirá al que llevamos encima porque nos lo compramos como premio. Un premio por todo lo que trabajamos. Un «me lo compro porque me lo merezco», en vez de considerar que igual sería mejor no merecerlo, trabajar un poco menos y poder estar así más tiempo con nuestros hijos, para que de paso ellos tampoco nos pidieran tantas cosas materiales.
3. Que compartan sus cosas
¿A cuántas personas has dejado tu reloj estos últimos días? ¿Y tu móvil por unas horas? ¿Y tu coche? ¿Tu piso? ¿Tus zapatos? ¿Tu ropa? ¿Tu cartera? Porque si la respuesta es «a nadie» parece claro que no estamos compartiendo demasiado nuestras cosas. Para los niños, los juguetes son sus juguetes, y si están jugando con ellos o los tienen a su lado porque dentro de un rato lo harán, no es justo que otro niño los coja y lo permitamos, sobre todo si nuestro hijo no quiere dejarlos.
Confundimos compartir con solidaridad, y esperamos que los niños lo aprendan desde bien pequeños. Ellos son muy capaces de ser solidarios ayudando a otras personas, a otros niños, pero parece que tienen más claro que nosotros el valor de la propiedad, y son ellos los que tienen que decidir cuándo, cómo y qué dejar a otros niños.
Tranquilos, llega un momento en el que lo hacen, porque descubren que les gusta cuando otros niños les prestan sus cosas… no es algo que les tengamos que enseñar desde bien pequeños.
4. Que no se quejen cuando les humillamos
Obviamente, lo ideal es no humillarles nunca, pero sin querer, o queriendo, muchos padres lo hacen: hablan de ellos como si no estuvieran presentes, y en cierto modo ellos se sienten ridículos (o ridiculizados). Hablan con ellos, de cosas serias, cuando hay gente delante, en vez de apartarse y, en un momento de intimidad, debatir sobre algo. Les gritan, les pegan, les hacen sentir mal, les hacen daño físico y psicológico con el fin de educarles, y esperan que consideren que eso es bueno o normal.
Luego pasa que se rebotan, que se quejan, y los padres aún se lo toman peor, como una ofensa. ¿Acaso no montamos los adultos en cólera cuando alguien nos humilla de algún modo? «¿Qué se ha creído? ¿Quién se cree que es para hablarme así?».
5. Que se coman lo que no les gusta
Claro, ellos no se hacen la comida, que la hacemos nosotros, pero pretender que se coman lo que no les gusta es un tanto extraño, porque cuando cocinamos para nosotros mismos no solemos hacernos aquello que no nos gusta: «qué bien, hoy me he hecho una receta de bacalao, que no lo soporto».
Sí, claro que hay padres que dicen eso de «pues mira, a mí tampoco me gusta y bien que me lo como», pero no podemos esperar que los niños lo entiendan fácilmente. En estos casos puede ir bien lo del «pruébalo, come un poco, etc.», aunque tampoco hay que desesperar: si cocinamos siempre comida sana, si en casa hay siempre comida saludable y escasea lo insano, podemos estar tranquilos porque coman lo que coman, sabremos que están comiendo bien. El ejemplo de los padres hace el resto, y muchas veces es cuando son más mayores cuando deciden comer aquello que ni probaban de pequeños por el simple hecho de que otros lo hacen también o porque saben que es sano y quieren cuidarse.
6. Que sean capaces de controlar su frustración
O lo que es lo mismo, que pasen cosas que no les gustan y que no se quejen, cuando es precisamente lo más lógico. Diferente es que la respuesta sea desmesurada para lo que consideramos lógico, pero esto es algo que ellos mismos van moldeando con el tiempo a medida que se van encontrando con más problemas y situaciones que solucionar, a la par que van descubriendo el mundo en el que viven y van relativizando sus problemas con respecto a los de los demás.
¿Somos nosotros capaces de controlar la frustración? Porque como dice Carlos González, a veces somos los padres los que no toleramos su frustración:
La tolerancia a la frustración no es algo que tengan que tener los niños, sino los padres. Cuando un niño está frustrado va a responder de forma normal (gritando, llorando, enfadándose) y los adultos debemos tolerar su frustración. Eso no significa darle todo lo que pide. No vamos a permitir que juegue con fuego: le quitamos el mechero y ya está. Pero al quitarle el mechero se va a enfadar, y lo que no podemos hacer es reñirle por haberse enfadado (“¡Calla de una vez, no seas pesado!”), o ridiculizarle (“Qué feo te pones cuando lloras”). Si podemos, le quitamos en mechero en una distracción y evitamos el conflicto. Y si no, nos aguantamos: va a llorar, y hay que intentar consolarle.
7. Que no interrumpan cuando los demás hablamos
Qué rabia daba cuando éramos niños y nos decían eso de «calla, que los mayores estamos hablando», y teníamos que permanecer callados un rato inmenso porque nunca nos cedían la palabra. Y todo para ver que entre ellos, los adultos, se pisaban continuamente los diálogos y no respetaban los turnos.
Vale que puedes decirle a un niño «espera un momento» si estás comentando algo con otra persona y viene directo a hablar sobre otro tema, pero es que a veces quieren intervenir también sobre algo que se está hablando, y muchos padres no les dejan.
8. Que no digan palabrotas
O tacos, o palabras malsonantes. Esto es un clásico. Ellos no pueden, pero nosotros las soltamos que da gusto y luego nos enfadamos porque descubrimos que no sólo las memorizan sino que son capaces de incrustarlas hábilmente dentro de sus diálogos. Que parece que las digamos incluso más veces de lo que lo hacemos, solo porque las manejan a la perfección.
Aquí ya cada cuál que haga lo que considere mejor, pero si las dicen, por algo será… en mi casa, por ejemplo, están relativamente permitidas, por lo mismo, pero les llamamos la atención cuando se están pasando, cuando abusan de ellas, y cuando lo hacen fuera de casa. De igual modo que no te comportas igual en un hospital que en tu casa, o en una tienda que en tu casa, deben aprender que no se habla igual ante otras personas que en un clima de confianza.
9. Decirles que no te griten o no te peguen
No en todos los casos, claro, pero es muy curioso ver a algunos padres gritando a sus hijos «¡Que te he dicho que no me grites!», o pegándoles mientras les dicen «¡No-se-pe-ga! ¡A papá no se le pega!».
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