Los
cadáveres
en
el
depósito
de
París
yacen,
inmóviles,
completamente
desnudos
salvo
por
unas
pequeñas
mortajas
de
cuero.
Cada
uno
ha
muerto
por
una
causa
distinta,
y
todos
exhiben
impúdicamente
los
motivos.
Alguno
ha
sido
apuñalado
en
el
vientre.
Otro
se
ha
ahogado,
está
hinchado
y
su
piel
exhibe
un
obsceno
color
violeta.
Otro
ha
sido
aplastado
por
una
pesada
máquina
en
una
de
las
fábricas
de
la
ciudad
francesa,
cada
vez
más
industrializada
e
implacable.
Todos
ellos
tienen
algo
en
común.
Yacen
en
mesas
casi
verticales,
que
permiten
que
les
contemplen,
al
otro
lado
de
unas
amplias
ventanas,
los
miles
de
parisinos
que
se
pasan
cada
día
por
la
morgue.
Todos
los
cadáveres
del
depósito
pueden
ser
contemplados
por
los
ciudadanos.
Y
se
ha
convertido
en
el
espectáculo
favorito
de
los
viandantes.
A
mediados
del
siglo
XIX,
pasear
por
París
para
pasar
frente
al
depósito
y
ver
los
cadáveres
era
el
entretenimiento
de
moda
entre
la
ciudadanía.
Por
supuesto,
había
una
excusa:
ayudar
a
identificar
a
los
que
aún
no
tenían
nombre.
Pero
el
morbo
se
apoderó
de
la
población
y
pasar
a
ver
los
cadáveres
expuestos
se
convirtió
en
un
entretenimiento
que
iba
mucho
más
allá
del
servicio
público,
hasta
el
punto
que
aparecía
en
las
guías
de
la
época
de
los
espectáculos
parisinos
que
el
visitante
no
se
debía
perder.
Bajo
el
nombre
de ‘El
museo
de
la
muerte’,
se
organizó
toda
una
industria
en
torno
a
la
fachada
del
depósito
de
cadáveres,
y
era
sencillo
encontrar
actores,
malabaristas
y
artistas
callejeros
pidiendo
dinero
en
los
alrededores
de
los
grandes
ventanales.
El
dramaturgo
francés
Léon
Gozlan
lo
describía
así: «Vas
a
ver
a
los
ahogados
igual
que
vas
a
otros
sitios
a
ver
la
última
moda».
Y
el
mismísimo
Emile
Zola
escribió: «La
morgue
es
un
espectáculo
al
alcance
de
todos
los
bolsillos
y
que
transeúntes
pobres
y
ricos
por
igual
pueden
ver
gratis.
La
puerta
está
abierta,
quien
quiera
puede
entrar»
París
Peligro
Por
aquel
entonces,
París
era
una
ciudad
peligrosa
(como
todas
las
grandes
urbes
de
Europa):
los
crímenes
se
sucedían
y
ocupaban
las
primeras
planas
de
los
periódicos.
Y
no
solo
eso:
en
esta
época
en
la
que
la
industrialización
crecía
a
pasos
agigantados,
las
mortalidad
en
las
fábricas
era
altísima,
y
a
menudo
los
accidentados
ni
siquiera
tenían
familia
en
la
ciudad,
sino
que
procedían
de
zonas
rurales
y
habían
llegado
a
París
en
busca
de
dinero
para
alimentar
a
sus
familias,
con
lo
que
los
cadáveres
permanecían
días
en
el
depósito
hasta
ser
reclamados.
Estas
exhibiciones
en
la
morgue
era
como
una
ampliación
de
la
crónica
negra:
los
parisinos
leían
en
el
periódico
acerca
de
un
crimen
o
un
accidente
y
de
inmediato
se
podía
ampliar
la
información
acudiendo
a
ver
a
los
cadáveres
a
los
ventanales
del
depósito.
40.000
personas
llegaron
a
acudir
diariamente
ante
los
muertos
(por
hacernos
una
idea:
antes
de
su
incendio,
Notre-Dame
recibía
a
30.000
al
día).
Un
auténtico
espectáculo
morboso
sin
parangón
en
la
historia
de
la
ciudad.
Un
ejemplo
de
qué
acudía
la
gente
a
ver:
el
8
de
noviembre
de
1876
se
encontraron
en
el
Sena
dos
paquetes
que
contenían
el
cuerpo
descuartizado
de
una
mujer.
El
cuerpo
fue
reconstruido,
se
cubrió
con
una
lona
y
sobre
ésta
se
colocó
la
cabeza.
Un
esperpento
grotesco
y
brutal…
que
cuatro
días
más
tarde
de
los
crímenes
acudieron
a
ver
más
de
30.000
visitantes,
40.000
el
día
13
y
el
14,
los
registros
de
la
morgue
llegaron
a
las
68.250
entradas.
Casi
una
semana
después
de
los
crímenes,
lo
que
hace
pensar
enb
un
estado
de
descomposición
considerable.
Finalmente,
llegó
la
clausura
del
espectáculo:
la
morgue
de
París
cerró
las
puertas
al
público
en
marzo
de
1907,
cuando
las
críticas
arreciaron
por
el
incremento
imparable
del
morbo.
Muchos
periódicos
se
quejaron,
porque
sus
crónicas
de
qué
cadáveres
iban
a
ser
expuestos
estaban
entre
lo
más
leído
de
los
rotativos
diarios.
El
nuevo
siglo
acababa
de
nacer,
y
estaban
por
venir
espectáculos
mucho
más
terribles.
Aunque
un
poco
más
pudorosos.
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