Que el modo de hacer cine —y de consumirlo— ha cambiado drásticamente durante las últimas dos décadas, no es ninguna novedad en pleno año 2020. Los escenarios naturales han abierto paso a chromas gigantescos y pantallas LED, y las más diversas criaturas —reales o no—, antes animatronics, intérpretes caracterizados o animales de carne y hueso, han sido sustituidas por creaciones digitales modeladas con mayor o menor fortuna.
Puede que los medios y las técnicas hayan evolucionado, pero lo que continúa, y continuará, inalterable, es el hecho de que la base sobre la que se sustenta el séptimo arte es la emoción. Por mucho que la mirada del público tienda a posarse sobre los efectos digitales, un largometraje con un CGI espléndido pero sin emoción jamás podrá funcionar plenamente, pero, cuando la emoción fluye, casi cualquier carencia visual se transforma en una minucia.
El último ejemplo que podemos encontrar para ilustrar esto es, sorprendentemente, ‘La llamada de lo salvaje’. La nueva adaptación de la célebre novela corta de Jack London ‘The Call of the Wild’, en manos del realizador Chris Sanders, ha logrado enterrar a su, por momentos grotesco, protagonista canino digital bajo un torbellino de sensaciones a flor de piel que evocan al mejor cine familiar con un agradable sabor añejo.
Existencialismo canino
No necesitamos más que echar un vistazo a la filmografía de Sanders para percatarnos de que es todo un experto en el noble arte de entretener a públicos de todas las edades. Como guionista, figura en los créditos de clásicos como ‘La bella y la bestia’, ‘El rey león’ o ‘Mulan’; pero si nos centramos en su breve trayectoria como director, un debut como la entrañable ‘Lilo & Stitch’ es suficiente indicativo de su valía.
Puede que ‘La llamada de lo salvaje’ se alinee más con el segundo largometraje del de Colorado Springs, ‘Cómo entrenar a tu dragón’. De la historia de Hipo y Desdentao hereda su calidez, su enorme corazón y un sentido de la aventura que convierte sus ajustados 110 minutos de metraje en un agradable suspiro que disfrutar sin ningún tipo de prejuicios ni pretensiones.
Sin duda, el gran catalizador del buen funcionamiento del filme es Buck, un personaje CGI tan imperfecto en términos de integración y animación como redondo en lo que respecta a empatía. Una vez nos acostumbramos a su chocante presencia, es complicado no dejarnos llevar por la ternura que desprende y por una actitud que no necesita palabras para generar una férrea conexión con el público.
Esto es posible gracias al inspirado libreto de Michael Green, que extrae oro del clásico literario original, brindándonos una buena dosis de existencialismo en clave perruna que no se olvida de aderezar el viaje de Buck, que intenta encontrar su lugar en el mundo, con unas secuencias de acción resueltas con brio y con una espectacularidad acorde al decente presupuesto de la cinta.
A pesar de algunos altibajos narrativos puntuales, fruto de su estructura narrativa, con un mid-point algo drástico, todo en ‘La llamada de lo salvaje’ destila un cariño que trasciende a la pantalla; partiendo de un reparto entregado al cien por cien a la causa y terminando por una hermosa banda sonora compuesta por John Powell —responsable de la trilogía ‘Cómo entregar a tu dragón’—, de esas que anudan la garganta.
Parecía que ‘La llamada de lo salvaje’ estaba condenada a caer presa de unos efectos visuales que ya fueron criticados antes, incluso, de su estreno. Puede que la representación del bueno de Buck no haya terminado siendo todo lo depurada que cabría esperar, pero el mimo volcado por Chris Sanders en su último trabajo ha convertido lo que podría haber sido un nuevo disparate digital en una enternecedora muestra de cine para todos los públicos que, paradójicamente, captura todo el espíritu de aquellas producciones en las que aún reinaba lo tangible.