Las virtudes de esta nueva miniserie de Netflix que, contra todo pronóstico, se ha colado en el top de lo más visto de la plataforma, son tan evidentes como satisfactorias en un panorama donde se producen tantas series y a tal velocidad que a menudo se descuidan los elementos formales. Entre sus elementos más notable está, cómo no, la acertada elección de Anya Taylor-Joy como protagonista, una jovencísima actriz que desde su pasmoso descubrimiento en ‘La bruja’ no ha parado de encadenar papeles de primera categoría, de ‘Purasangre‘ a ‘Glass‘, pasando por las recientes ‘Los Nuevos Mutantes‘ o ‘Emma.‘.
Luego está el extraordinario buen gusto de la historia. Nos cuenta la fulgurante carrera de una niña, Beth Harmon, que aprende a jugar al ajedrez en un orfanato con el bedel, y que pronto pasa a competiciones más y más importantes. Se codeará con jugadores cada vez más duros, invariablemente hombres, y tendrá problemas de adicciones a las drogas y al alcohol, que la mantienen concentrada y la ayudan a soportar la presión.
La historia, basada en una novela de Walter Tevis de 1983 (que pretendía adaptar Heath Ledger en el que habría sido su debut como director), escoge muy bien la época: el mundo del ajedrez profesional en los cincuenta y los sesenta, cuando pasa de convertirse de un entretenimiento para universitarios a un reflejo de las tensiones políticas entre Estados Unidos y la Unión Soviética. Y, en cualquier caso, un mundo árido para una mujer como Harmon, sumergida en un entorno masculino donde históricamente pocas mujeres han llegado a destacar: las hermanas Polgár (especialmente Judith, la más agresiva de ellas) o Jennifer Shahad (doble campeona de Estados Unidos) son algunos de sus modelos espirituales.
Este ambiente tan especial está exquisitamente reflejado en la serie, que no solo replica con acierto ambientes no exclusivamente ajedrecísticos (de los centros comerciales donde se dan cita las amas de casa suburbiales a los medios de transporte y los hoteles de lujo), sino que es muy fiel a las costumbres y los modos del ajedrez de la época. Desde la notación de movimientos clásica, sustituida desde hace unos años, a los tableros y fichas, réplicas de los de entonces (la serie es un auténtico paraíso para los fetichistas de los tableros a cuadros).
Precisión en el jaque
A todo ello se suma que el campeón del mundo Garry Kasparov y el también experto neoyorquino (asesoró al autor de la novela original) Bruce Pandolfini han vigilado hasta el más mínimo detalle: desde que las piezas y los tableros estén bien colocados (un error más común de lo habitual en el cine) a que las partidas sean réplicas de enfrentamientos reales. Por ejemplo, la climática e inevitable partida del último episodio es una réplica de la que enfrentó a Vassily Ivanchuk y Patrick Wolff en Biel en 1993.
Y en términos generales, aunque la serie se toma sus libertades (si los profesionales pensaran sus movimientos durante tan poco tiempo, las partidas durarían unos pocos minutos), se nota que hay expertos detrás asesorando la narración. Lo que no quita para que haya suficiente espacio para la creatividad. Por ejemplo, los competidores reales suelen hacer evolucionar las piezas en el tablero de forma robótica, pero Anna Taylor-Joy desarrolló para su Beth un estilo más suave de mover las piezas, basado en su experiencia como bailarina.
Además, y por encima de todos estos detalles, que sin duda dejan entrever el enorme mimo que se ha puesto en la recreación de la época y en la plasmación en pantalla de un deporte a menudo maltratado por los tópicos, ‘Gambito de dama’ está excelentemente narrada. Aunque la historia da pie a ello, no recurre a las típicas estructuras ya agotadas, de flashbacks continuos, y adopta formas narrativas más tradicionales y cinematográficas. Esquiva abundantes tópicos de las historias de niños prodigio con efectividad y proporciona una narración trepidante, cuyo ritmo no se toma un respiro en siete capítulos.
Los misterios de la reina
Pero además, hay un detalle extra, testimonio de lo exquisitamente pensada que está esta serie de Netflix. Desde siempre, los estados mentales extraordinarios son complicados de plasmar en imágenes, de hacerlos comprensibles para el público: desde la inteligencia fuera de lo común a las actividades creativas, pasando por los estados de conciencia alterados. ‘Gambito de dama’ tiene un poco de todos ellos, y aún así, sale airosa a la hora de hablar de estos al espectador. Scott Frank, co-creador de la serie y director de todos los episodios, sabe de lo que habla: uno de sus primeros guiones fue la estupenda historia de niño superdotado ‘El pequeño Tate’.
Desde la estupenda idea del tablero en el techo que Beth imagina para memorizar y planificar partidas a los estupendos y nada tópicos montajes musicales. Pasando, cómo no, por un equilibrio muy especial entre humanizar a los jugadores convirtiéndolos en superdotados excéntricos y hacerlos intercambiar diálogos técnicos sobre partidas, donde no se teme que el espectador profano en el ajedrez pierda el hilo de las acotaciones. Porque, realmente, no es necesario entenderlas al detalle para comprender los intrincados laberintos mentales en los que se sumergen los protagonistas.
Y de ese modo, ‘Gambito de dama’ ejecuta su enroque más arriesgado: transmite toda la competitividad y exigencia mental del ajedrez de alto nivel sin que dejemos de entender los conflictos básicos que también pone sobre la mesa. Es decir, cómo un deporte que favorece el aislamiento y el estudio obsesivo hace que la principal rival de Beth sea ella misma. Sin resultar discursiva ni paternalista, ‘Gambito de dama’ consigue, paradójicamente, que una serie sobre el deporte más cerebral del mundo cuente una de las historias más humanas del año.