El de las secuelas cinematográficas es un mundo tan vasto como imprevisible, en el que un material original con una gran calidad puede traducirse en una continuación que haga justicia a su predecesora —en algunos casos, incluso llegando a superarla— o, por el contrario, en un título que se esfuerza desesperadamente en replicar aciertos y fórmulas de éxito pasadas para terminar quedando sepultado bajo su sombra.
Tras el merecido éxito cosechado por ‘El otro guardaespaldas’ en 2017, era cuestión de tiempo que se diese continuidad a las aventuras de Darius Kincaid y Michael Bryce en una segunda parte. Y es que el filme de Patrick Hughes abrazó con inteligencia los códigos de la buddy movie canónica en una comedia de acción que se elevó como uno de los grandes salvavidas del verano entre ensaladas de tiros rodadas con un pulso encomiable y carcajadas provocadas por un sentido del humor de lo más cafre.
Teniendo en cuenta estos precedentes, era lógico pensar que ‘El otro guardaespaldas 2’ contaba con todos los ingredientes para entrar en la liga de las buenas secuelas; pero los momentos de lucidez que sorprendieron a muchos —entre los que me incluyo— hace cuatro años se han visto reducidos a la mínima expresión en un largometraje excesivamente caótico y redundante que comete el peor pecado posible en este tipo de producciones: aburrir al respetable.
Cuestión de ritmo
Aunque parezca tan sólo la primera piedra en un largo camino, un primer acto dice muchísimo de una película por sí solo, y en el caso de ‘El otro guardaespaldas 2’ ya deja entrever que algo no funciona como debería; haciéndose cuesta arriba al perderse entre subrayados eternos de los conflictos internos del protagonista, recordatorios de lo acontecido en la cinta original para captar la atención de neófitos despistados, y presentaciones de villanos bondianos de saldo que verbalizan su plan de forma obscena como si fuese un simple trámite para poder entrar en materia lo antes posible.
Desgraciadamente, la materia en cuestión es una trama en clave internacional —muy en la línea del cine de espías y superagentes contemporáneo— narrada a machetazos y con un sentido de la causalidad un tanto aleatorio y descompensado. Un pequeño sindiós, mucho más confuso de lo que debería, que puede disminuir los niveles de interés y atención a mínimos peligrosos, y por el que se pasa a regañadientes para poder disfrutar —o no— de los dos grandes reclamos de la producción.
El primero de ellos son sus set pieces. Aunque estén un peldaño por debajo de lo visto en ‘El otro guardaespaldas’ en términos de frescor, Patrick Hughes se las ha apañado para demostrar su buena mano para las secuencias de acción —que ya dejó patente en ‘Los mercenarios 3’ y en su magnífico debut ‘Red Hill’—, con unos tiroteos y unas persecuciones que, además de estar salpicados de sangre, violencia y animaladas varias, se nutren de unos trabajos de cámara y montaje precisos y sobradamente efectivos.
El segundo atractivo de la función es, por supuesto, una vis cómica que, en contraposición a la acción, sí ha quedado a años luz del filme de 2017. Aunque la química entre Ryan Reynolds y Samuel L. Jackson siga siendo fantástica, los tronchantes diálogos disparados a toda velocidad y esos juegos puntuales con la improvisación a los que nos habíamos acostumbrado se han perdido en unas escenas dilatadas hasta la extenuación, con un ratio de gags efectivos muy inferior al deseado, y con un balance entre sátira y homenaje a las películas «de colegas» clásicas desvirtuado entre recursos «humorísticos» trasnochados —lo de usar el efecto de disco rayado varias veces en pleno 2021 es de juzgado de guardia—.
Pero no todo está perdido, porque la gran revelación de ‘El último guardaespaldas 2’ es poder disfrutar de una Salma Hayek desatada gritando salvajadas varias que ha conseguido arrancarme alguna que otra risotada cómplice durante dos horas sepultadas, en última instancia, por un ritmo tedioso. Secuencias de conversación interminables, flashbacks, conflictos paterno-filiales y escenas de exposición que se olvidan a los pocos minutos frenan un relato que, contra todo pronóstico, ha terminado sustituyendo las risas de la original por los bostezos.