Es una mañana fría de 1989. Yo tengo 12 años y me faltan tres para mudarme de Bahía Blanca a Buenos Aires con parte de mi familia. El sábado pasado jugué el mejor partido de mi vida con la camiseta de Napostá, el club de mi barrio: aunque soy ala y no tengo buen tiro externo, metí el triple de la victoria contra Pacífico sobre la chicharra final. Ese día fui sacado en andas por mis compañeros, pero ahora, por un error mío en la última pelota, acabamos de perder por un punto de locales con Bahiense del Norte. Antes de ir al vestuario casi me quiebro un dedo al pegarle con el puño a la puerta del buffet.
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–Ya está che, no te calentés –me consuela uno de los pibes del equipo contrario, al que ya conozco porque los dos estudiamos inglés en la Cultura Inglesa. Ese pibe es narigón, se llama Emanuel pero le dicen Gino, y su apellido es famoso en el básquet bahiense porque sus dos hermanos mayores ya juegan en la primera de su club.
–No pueden pasar, el flaco tiene bermudas –nos dice un patovica de un boliche de la costanera.
Ahora tengo veinte años, es una noche primaveral de 1997 y “el flaco de bermudas” es uno de los jugadores de Estudiantes de Bahía que hace un par de horas perdieron contra Obras Sanitarias. Entonces el grupito de basquetbolistas y de amigos bahienses que, tras el partido y el permiso del técnico, salimos a recorrer Buenos Aires, nos alejamos cabizbajos del boliche, observados con extrañeza por los demás. El único que intenta esbozar una protesta es el flaco de bermudas.
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–Ya fue Manu, no te calentés –le digo yo, sabiendo que ya está bastante enojado por la derrota contra Obras, sin imaginar que cinco años después al dueño de ese boliche no le alcanzaría ni la recaudación de todo un mes si quisiera pagarle a él, Emanuel Ginóbili, para que entrara quince minutos a su local.
Ahora estamos en septiembre del 2002 y, como otras millones de personas en el mundo, miro por televisión a aquel pibe que, liderando al seleccionado argentino, derrota al Dream Team de Estados Unidos en el Mundial de Indianápolis. Yo lo vivo con felicidad y emoción pero también con algo de bronca: no me parece justo que todos los argentinos, hasta el patovica que nos rebotó en la entrada al boliche cinco años atrás, se sientan con derecho a festejar esta victoria. Meses más tarde Manu empezaría a jugar en la NBA y yo conocería la figura de “nuevo fanático del básquet”. Porque –así como en Brasil no debe haber fanáticos de la feijoada– en Bahía no hay fanáticos del básquet (es decir, personas que se distingan del resto por esa pasión) ya que, en mayor o menor medida, casi todos son basquetboleros. En Bahía el básquet es algo que siempre está ahí: en la calle, en las escuelas, en los bares, en los patios… En Buenos Aires las cosas son distintas. A mi hijo Fausto, porteño de doce años, intenté inculcarle el amor al básquet de chiquito pero el contexto no ayudó: para él no hay otro deporte que el fútbol; juega de 9 y es fanático de Excursionistas.
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No me gusta el chauvinismo ni la exaltación del sentido de pertenencia barrial: no creo que por el hecho de haber nacido en la misma ciudad que yo alguien sea mejor que otra persona nacida en cualquier otra parte del mundo. Pero sí creo que es innegable que hay algo que te hermana con quienes compartiste los mismos lugares y las mismas pasiones en la infancia y en la adolescencia. Por eso, sobre todo en sus primeros años de fama mundial, me sentí tan propietario de Manu Ginóbili y al mismo tiempo (y esto no lo cuento con orgullo) me incomodaba un poco que cualquiera hablara de básquet o de Manu como arrogándose un derecho que no le pertenecía. Porque de alguna manera –si obviamos el pequeño detalle de que él terminaría siendo uno de los mejores jugadores blancos de la historia y yo no pasaría de la categoría Infantiles en Napostá– Manu y yo habíamos sido lo mismo: un pibe al que le gustaba ir picando una pelota por las calles de Bahía.
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En los últimos quince años me encantó ver a Manu descosiéndola en San Antonio Spurs y en la Selección Argentina pero nunca me interesó el costado que para muchos habrá sido el más vistoso: el de los premios y los contratos millonarios. Porque sé que, si bien debe disfrutarla, ésa nunca fue la gloria que buscó. Sé que el sueño que tenía cuando nos cruzábamos en las mañanas y las tardes bahienses no era el de hacer plata: su sueño, que parecía una utopía, era el de figurar alguna vez en esos posters que traía la revista Encestando con ídolos de la NBA como Michael Jordan, Larry Bird y Magic Johnson que todos pegábamos en las paredes de nuestras habitaciones. Ahora que anunció su retiro, después de lograr haber estado en miles de posters pegados en miles de habitaciones de chicos en todo el mundo, la imagen de Manu que me gusta invocar no es ésa sino la de aquel flaquito de 12 años que en vez de quedarse festejando con sus compañeros va a consolar a un rival, y la de aquel muchacho todavía desgarbado al que rebotaban en los boliches de la costanera por andar en bermudas.