En pleno siglo XXI, donde el trabajo flexible es ya una norma y la conciliación casi un obligación todavía quedan jefes, muchos más de los que sería recomendable, chapados a la antigua. Jefes a los que no les preocupa la familia de los empleados, ni por extensión su vida fuera de la empresa.
Esto se traduce en dos cuestiones. Para empezar las horas en la empresa que se firman son indicativas no vinculantes. Horas se echan las que hagan falta para acabar un trabajo. Y eso de irse al día siguiente a casa antes para compensar el exceso de horas es algo impensable.
Y se fomenta el presentismo, los empleados tienen que estar si el jefe está en el despacho, no vaya a ser que se levante y necesite un dato. Para que consultarlo en el programa de gestión, si puede dar un grito y que el vasallo de turno se lo indique, a ser posible de memoria. No importa si el jefe ha estado en una comida durante cuatro horas, y vuelve casi a la hora de salir. Todo el mundo en sus puestos para lo que se necesite.
Por otro tendrá una tendencia a penalizar a las mujeres si por ejemplo se quedan en casa para cuidar de un hijo enfermo, pero mucho más al género masculino, al que no perdonará que no lo hagan sus parejas. Su ideal de empleado es del siglo pasado, pero con sueldo del siglo XXI.
Porque por ese lado nada cambia. Se exige compromiso, pero no se recompensa con un salario adecuado. Y lo peor de todo es que fomentan el mal ambiente laboral, porque no importa lo que se haga, sino lo que parece que hemos hecho. La empresa es un sitio al que se va a hacer vida social en la máquina de café y luego un rato a trabajar. Lo importante es que cuando el jefe mire no encuentre en nuestro sitio.
Y tener muchas carpetas encima de la mesa como si se tuviera mucho trabajo, aunque estén allí desde hace meses. Se vive para trabajar y todo lo demás tiene que quedar en segundo plano, y al que no le guste ya sabe dónde está la puerta.
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