«Estas nieblas espesas, casi sólidas, que se comen a los autobuses precedidos por un hombre de a pie con un hachón de resina en la mano; que apagan el sonido; que obligan a los «cines» a anunciar al público que «la visibilidad de la pantalla no pasa de la cuarta fila»; que suspende, como ocurrió el 8 de diciembre último una representación de La Traviata por laringitis súbita del tenor y de las dos sopranos y porque los coros no alcanzaban a divisar la batuta del maestro;
que entra también en las casas y en los pulmones; que ensucia los muebles y ennegrece las ropas y la saliva, que se pega a los vidrios, a las cortinas y a los cuadros, es el azote de los cardíacos, de los asmáticos y de los que tienen los bronquios en la miseria y mueren. Mueren sin asistencia, en ocasiones, porque el médico no puede llegar a tiempo a través de «la manta» que reduce el horizonte a dos yardas».
Esas palabras son del corresponsal de ABC en Londres en 1952 y aún hoy siguen poniendo la piel de gallina. El 5 de diciembre de ese año la ciudad del Támesis se despertó envuelta en un humo denso e impenetrable. Nadie se alarmó; «otro día más bajo la niebla», pensaron. Pero no lo era.
Los dominios de la gran niebla
Era el peor fenómeno de contaminación atmosférica en la historia de Europa occidental. Justo el día 4, un potente anticiclón había tomado los cielos de Gran Bretaña. Eso provocó una ausencia total de viento, sí; pero, además, derrumbó las temperaturas de la isla provocando que el área metropolitana de Londres se pusiera a quemar carbón como si no hubiera un mañana.
Londres lleva muchas décadas teniendo el «esmog», esa particular mezcla de nieve y humo, como casi un hecho diferencial. No obstante, lo que ocurrió entre la madrugada del 4 de diciembre y el día 9 no tiene precedentes. Fábricas, vehículos y viviendas vomitaron hollín y dióxido de carbono sin parar hasta el punto de que, mezclados con la humedad se convirtió en una densa niebla que paralizó por completo la ciudad. Es extracto del reportaje de ABC da buena cuenta de ello.
En un primer momento, las autoridades solo reconoció 5.000 fallecidos, pero a lo largo de los años, la cifra ha ido ampliándose hasta alcanzar los 12.000. Más de 100.000 personas se vieron afectadas a nivel sanitario por «la gran niebla» y miles de animales aparecieron muertos por las calles. El Parlamento británico aprobó la ‘Clean Air Act‘ en el 56; sin embargo, nadie tenía muy claro qué había pasado. Hasta hace unos años cuando Renyi Zhang, profesor de Ciencias Atmosféricas de la Universidad de Texas A&M, coordinó un equipo de investigadores para entender qué mecanismos habían provocado aquella trampa mortal.
Durante años se culpó al carbón de mala calidad. El problema es que no sabíamos cómo el dióxido de azufre podía transformarse en ácido sulfúrico en procesos atmosféricos de ese tipo. Para el equipo de Zhang, la clave estuvo en el dióxido de nitrógeno; otro producto de la combustión del carbón, pero que, gracias a la niebla abundantísima natural, produjo partículas ácidas. Unas partículas que, en principio, quedaron aisladas por la niebla y que con el paso de los días acabaron por cubrir toda la ciudad por dentro y por fuera.
El ácido sulfúrico en suspensión es, no hace falta decirlo, un problema bastante grande. Y las consecuencias de ello permanecieron en la memoria pública durante décadas favoreciendo no solo la aparición de legislaciones sobre la calidad del aire (algo que había afectado a Londres desde el siglo XIII), sino otras medidas como la renaturalización del Támesis. Hoy por hoy, sigue siendo intresante por lo que nos dice de fenómenos que hace solo un par de años afectaron a millones de personas en la China continental. Entender tragedias como la del 52 es la mejor forma de que no se vuelvan a repetir.
Imagen | Lea Fabienne