Chloé Zhao ha triunfado con ‘Nomadland’, pero la que merecía realmente los Óscar era su anterior película

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Aunque los flamantes Óscar a la mejor dirección, la mejor actriz protagonista y la mejor película con los que se alzó el pasado 25 de abril ‘Nomadland’ la hayan reafirmado como la película más importante del curso cinematográfico 2020-2021, esta condición llega precedida de una ristra interminable de premios recibidos en citas como los Satellite Awards o los Gotham, a través de sindicatos, y en festivales de la talla de Toronto o Venecia.

Pero, desgraciadamente —y en lo que a mí respecta—, todos estos galardones llegan tarde en otra muestra de lo que podría ser ya un leitmotiv de la Academia de Hollywood; sumándose a casos como, por poner un par de ejemplos, los de Roger Deakins —‘Blade Runner 2049’—, Martin Scorsese —‘Infiltrados’— o Leonardo DiCaprio —‘El renacido’—.

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En el caso que nos ocupa, soy un férreo defensor de la idea de que el máximo reconocimiento a Chloé Zhao no debería haber llegado de la mano de ‘Nomadland’, sino tres años antes, cuando su maravilloso largometraje ‘The Rider’ ya enamoró a medio mundo a través una sencilla y hermosa historia sobre una estrella de rodeo incapaz de volver a montar.

Un espectacular trampantojo

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Decir que ‘Nomadland’ no posee las suficientes virtudes como para haber estado entre las cintas mejor posicionadas de la temporada de premios sería faltar a la verdad. Su delicada forma, canalizada a través del notable trabajo del director de fotografía Joshua James Richards, de un naturalmismo próximo al documental, su cadencia casi poética y su peculiar forma de abrazar el espíritu malickiano en su representación de la orografía norteamericana.

Esta apuesta formal se muestra como un perfecto reflejo —que no evolución— de lo visto en ‘The Rider’, con la que comparte la inmensa mayoría de su código genético; lo cual incluye los coqueteos casi experimentales con la no fición, el tono lánguido y delicado, y la proximidad a unas personas convertidas en personajes que, en el caso de la cinta de 2017, resulta casi sobrecogedora.

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Pero, ¿por qué la historia de superación de Brady Blackburn termina elevándose sobre la odisea ambulante de Fern a pesar de compartir los mismos mecanismos narrativos? La respuesta, pese a ser mucho más compleja de lo que aparenta, podría reducirse a un sólo concepto: su honestidad.

Si algo hace grande a ‘The Rider’, eso es el modo en que parece dejar a un lado cualquier pretensión que vaya más allá de contar una historia y provocar las emociones más puras y orgánicas posibles en el patio de butaca, exprimiendo sus peculiaridades y herramientas hasta la última gota para que todos y cada uno de sus matices se sientan a flor de piel.

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En la otra cara de la moneda, ‘Nomadland’ se esfuerza constantemente durante sus 108 minutos por mostrarse profunda y subrayar sus ínfulas trascendentales; distanciándose del anterior filme de Zhao al traicionar su condición seudodocumental cayendo en melodramas y salpicando el metraje con frases lapidarias y diálogos pomposos que desconocen por completo el significado de las palabras “sutileza” y “subtexto”.

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Todo lo expuesto hasta el momento va un paso más allá cuando alejamos nuestra mirada de la forma para centrarnos en el fondo de ‘Nomadland’, en el mensaje que pretende transmitir, y en el modo en que lo traslada a la gran pantalla mediante un conjunto de decisiones poco menos que controvertidas y de cierta ambigüedad moral que merman la emoción y hacen mucho más complicada la asimilación de la cinta.

A pesar de que tanto ‘The Rider’ como ‘Nomadland’ optan por usar a personas reales para generar un aura única de cercanía y autenticidad, la ganadora del Óscar se distancia radicalmente al introducir en medio de su reparto de nómadas a Frances McDormand. La estrella de la función se convierte entonces —y digo esto sin juzgar en absoluto la implicación de la actriz con el proyecto y su ángulo social— en una suerte de intrusa; ajena a un mundo que no le pertenece y que potencia la sensación de estar ante un producto prefabricado y mucho más calculado de lo que transmite.

A esto habría que añadir el peliagudo modo en que la película romantiza la pobreza —o, al menos, eso me ha transmitido—, asociándola en cierto modo con una noción de libertad y conexión con el mundo en clave new age que me ha expulsado totalmente de ella.

Es posible que exista la tentación de rebatir estos argumentos jugando la carta de la comprensión, apuntando a que no he entendido el filme de Chloé Zhao ni su retrato de la precariedad en Estados Unidos. Frente a esto, lo único que puedo argumentar es que el cine es una cuestión de sensaciones, y donde ‘The Rider’ me bombardeó con veracidad en cada uno de sus fotogramas, con ‘Nomadland’ me ha parecido estar contemplando un espectacular trampantojo diseñado a conciencia para arrasar.