Se les escapó la tortuga” podría decir Diego Maradona, ahora su competidor entre los millennials de las redes sociales en el campeonato de la popularidad.
Lo cierto es que entrenadores, pares y periodistas no imaginamos que Manu Ginóbili llegaría a redondear una carrera tan exitosa en Italia y luego en la NBA. Y durante dos décadas.
Tanto que no tuvo presencia en los seleccionados juveniles hasta que apareció como suplentón en el Panamericano de Caguas, en Puerto Rico, en 1996, para menores de 22 años.
Manu había cumplido los 19 y no era el foco de atención de los reclutadores de la NBA, que se fijaban en Fabricio Oberto, Lucas Victoriano y un muy joven Luis Scola. En esa época sobraban los pibes de exportación con enormes condiciones y talento, que rápidamente se hacían un hueco en la Liga Nacional como trampolín a Europa.
También como recambio de los titulares, de escolta o alero, en el Mundial de Australia U-22, en 1997, empezó a mostrar que cada vez que entraba su energía cambiaba la dinámica del juego de la Selección.
R.C. Buford, General Manager de San Antonio Spurs, fue el primero que notó algo especial en el flacucho bahiense. Durante dos años siguió su carrera en Italia, apoyado por los informes de Julio Lamas, quien se convirtió en consultor habitual del dirigente estadounidense.
Su proyección era una incógnita. De Estudiantes, de Bahía Blanca, fue al Reggio Calabria, a jugar en Segunda división de un equipo que ya había acertado con la incoporación de Hugo Sconochini. Manu ayudó al ascenso del equipo calabrés, hizo un muy buen debut en Primera y de ahí a Kinder Bolonia, captado por Ettore Messina, uno de los dos entrenadores que ayudó a convertirlo en estrella.
El retiro del bosnio Predag Danilovic y la baja de Sconochini, suspendido por doping, le despejaron el camino, que se convirtió en la triple amenaza (tiro, pase y penetración) del ataque del Bologna. En esa temporada, la 2000/01 explotó Ginóbili: campeón de Copa de Italia, Lega y Euroliga, incluyendo el premio MVP de la serie final.
Internet era tan lenta y costosa que a la redacción de Olé llegaban antes los recortes de los diarios italianos que Manu nos mandaba por correo “simple”. Para que se sepa acá que allá ya era una estrella.
Su historia empezó a tomar relevancia en el Mundial de Estados Unidos, en el 2002, entre grandes actuaciones y la desgracia del esguince en el tobillo izquierdo que apenas le permitió jugar unos minutos irrelevantes en la final perdida.
No pudo haber sido mejor su temporada de novato en la NBA: San Antonio fue campeón, tuvo actuaciones importantes y se metió en el corazón de los argentinos, más allá de los fanáticos del básquet, que lo siguieron por Canal 9, a un promedio de 7 puntos de rating, desplazando algunas noches del espacio al programa Hora Clave, de Mariano Grondona. Para algunos periodistas, era irrespetuoso reclamar un lugar en la mesa de los grandes, a la par de Diego, Fangio, Vilas o Monzón.
Sus 16 temporadas en la NBA, mechadas con los logros del seleccionado, fueron más visibles. Y acompañadas de distinciones inigualables para un extranjero, a la vez argentino, no formado en alguna universidad de Estados Unidos, al mismo tiempo en la posición donde sobran jugadores extremadamente atléticos, de raza afroamericana, con el biotipo ideal para jugar al básquet.
A Manu le sobró visión del juego en una liga donde muchos compiten con anteojeras. Se ganó el respeto de sus colegas, otros lo admiran y lo mencionan como ejemplo. También derrochó inteligencia para sobrevivir en una selva donde el 70% de los jugadores sufren de alguno de los tres males que los lleva a la bancarrota: cambiar de representante, las apuestas o el divorcio.
Es verdad que no lo vimos llegar. Pero por lo que hizo, como anticipan los especialistas, su camiseta número 20 será retirada por los Spurs. Y cuando se cumpla el tiempo reglamentario de cuatro años tras su retiro de ayer entrará al Salón de la Fama.
Inolvidablemente, vivirá en todos.