Puede que el cine catalogado como «familiar» sea uno de los más complicados de llevar a buen puerto si se pretende satisfacer a un amplio espectro de público en cuanto a edad se refiere. Encontrar un tono adecuado y dotar a la narración de una cadencia y un interés que se ajusten tanto al los espectadores más talludos como al sector más joven del patio de butacas se antoja como de esas misiones casi imposibles, pero que pueden hacer trascender a un largometraje por sí solas.
Dentro de este pantanoso terreno, pocos —por no decir nadie— han conseguido alcanzar unas cotas de éxito del modo que lo hizo la Amblin de los años 80 —y parte de los 90— con filmes como ‘El secreto de la pirámide’ o ‘Los Goonies’; títulos de los que ‘El niño que pudo ser rey’ bebe para dar forma a una fantástica actualización de la leyenda de Excálibur que reformula los clásicos de la factoría de Spielberg en una aventura mágica e imprescindible.
He de reconocer que, aunque haya firmado los guiones de las recomendables ‘Las aventuras de Tintín: El secreto del unicornio’ y ‘Ant-Man’ entre sus dos películas estrenadas hasta el momento, la espera entre el fantástico debut de Joe Cornish con la estimulante ‘Attack the Block’ y su segundo trabajo como director —estrenados con ocho años de diferencia— se ha hecho eterna.
Cuando el buen cine no entiende de edades
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Por suerte, en ‘El niño que pudo ser rey’, el británico mantiene intacto ese derroche de talento con el que hizo destacar a su ópera prima, volviendo a equilibrar con destreza los niveles de espectáculo y corazón en una producción que, aunque circule por unos derroteros diametralmente opuestos —cambiando la ciencia ficción por la fantasía épica—, resulta igualmente deliciosa.
Cornish hace gala nuevamente de su destreza como narrador en imágenes con un trabajo de cámara y puesta en escena ágiles, enérgicos y sobradamente vistosos que logran enmascarar sus deslices puntuales con el CGI gracias a la coherencia de su planificación y a unas secuencias de acción tan variadas como notablemente ejecutadas, rara vez vistas en productos de estas características.
Pero si hay algo que eleva a ‘El niño que pudo ser rey’ entre sus congéneres, eso es el tratamiento de sus personajes; redondos, carismáticos, ricos en matices y con los que se genera una empatía prácticamente instantánea una vez se pone en marcha la igualmente soberbia dinámica reinante entre ellos. Resulta complicado no caer rendido ante un atípico grupo de héroes que roba la función mientras un extra de intensidad al drama y, especialmente, a la comedia que salpimenta el divertidísimo metraje de la cinta.
Como era de esperar, no todo brilla al mismo nivel, quedando el conjunto ensombrecido por un guión escrito con plantilla tomando todos y cada uno de las pautas marcadas en el monomito de Joseph Campbell, previsible e innecesariamente sobreexplicado —aunque no hay que olvidar que estamos ante un largo cuya audiencia objetiva ronda los diez o doce años—; y por un actor protagonista sepultado por sus compañeros de reparto y que tal vez —sólo tal vez— no hubiese conseguido el papel de no ser hijo de Andy Serkis.
Independientemente de que puedan vérsele las costuras en algún que otro momento, ‘El niño que pudo ser rey’ es una muestra de ese cine familiar de inmensa calidad que parecía haberse perdido durante las últimas dos décadas; un largometraje que, de haberse estrenado hace veinte años, me tendría entusiasmado soñando despierto con ser un caballero de la corte del Rey Arturo. Aunque, lo mejor de todo, es que ha logrado causar el mismo efecto sobre mí aunque ya supere la treintena, y eso es algo que no se paga con dinero.