¿Ves a ese bebé de la foto? Soy yo. Soy yo agarrado a tu dedo, mamá, pidiéndote que me vuelvas a tomar en brazos, que me vuelvas a poner sobre tu pecho, porque en mi muy corta vida ya lo he pasado mal unas cuantas veces, y sinceramente, entiendo muy poco todo lo que está pasando.
Ayer nací, y he pensado en contarlo para quien quiera leer mi historia.
Era de madrugada cuando todo empezó: «Ya estoy listo», le dijo mi cuerpo al tuyo, y empezaron unas leves y breves contracciones que poco a poco se hacían más intensas, más duraderas y más rítmicas.
Todas ellas, poco a poco, me acercaban un poquito más a ti, y aunque no puedo describir muy bien lo que sentí, porque nunca antes lo había vivido, sí puedo decirte que fue cansado, pero emocionante, imprevisible, pero ilusionante, y raro, pero demasiado esperado, y por eso luché por salir cuanto antes.
Debía despedirme del que había sido mi hogar durante tantas semanas, oscuro y cálido, para volver a ti desde fuera, y aunque era consciente de que era un camino muy corto, fueron horas de impaciencia y ganas de sentirte, olerte y tocarte. Y de verte, también de verte.
Así llegó el momento en el que empecé a notar que empezaba a nacer. Fue muy raro, sobre todo ese momento, porque sentí que mi cabeza quedaba totalmente presionada. Pero, ¿sabes? Noté pronto que cambiaba la temperatura. Noté el aire del exterior en mi pelo, en mi cabecita, y poco a poco fui sintiendo que me acercaba más al exterior.
Por fin pude sacar la cabeza completa: ¡Qué frío! Y ahí me quedé quieto un momento, solo un instante para coger fuerzas, que me sirvió para darme cuenta de que el exterior era mucho más raro de lo que imaginaba: ¡¿Por qué tanta luz?! Que alguien me ayude, ¡que vengo de la oscuridad!
¡Uops! Como quien se queda quieto delante del tobogán más grande que ha visto nunca, dubitativo ante la posibilidad de vivir demasiadas emociones y acabar pasándolo mal, y recibe un empujón desde atrás, noté que tu cuerpo hacía un último apretón que me deslizó al exterior rápidamente.
Ahí perdí el control por un momento. Ahí sentí la fuerza de la gravedad por primera vez. Ahí abrí mis brazos intentando aferrarme a algo, con la respiración contenida, tratando de salvar mi vida; sentí el frío en todo mi cuerpo, la luz en mis ojos, y escuché todas las voces. Muchas voces, felices y, emocionadas… demasiadas sensaciones para descifrarlas todas.
¡¡Y allí estabas!!
Me cogiste con tus temblorosas pero firmes manos, húmeda, hasta en tus ojos, y me llevaste hacia tu pecho para protegerme mientras me decías «¡¡Hola pequeño!! ¡Hola, precioso! ¡Mi niño!».
El frío empezó a disminuir al estar en tus brazos, en contacto con tu pecho. Nunca pensé que pudiera estar tan calentito contigo. El susto inicial de dejar tu vientre, ese maravilloso hogar donde flotaba sin más preocupación que la de crecer, para pasar a un mundo, tu mundo, donde me sentí indefenso, frágil y a merced del resto, fue desapareciendo para dar paso a la calma. Supongo que ya sabes de qué te hablo: esa sensación que se vive cuando estresado, nervioso a más no poder, a punto de explotar, recibes un abrazo que te devuelve poco a poco a la calma. Hasta suspiras como si con cada fuerte respiración sacaras fuera, por la boca, toda esa tensión.
Y papá nos hizo esta foto que decidió poner en blanco y negro por aquello de hacerla más artística. Como ves, intenté mirarle para corresponder a su interés, pero en mi mano tenía algo importante: tu pecho. Y dicen que los bebés venimos al mundo preparados, sobre todo, para dos cosas. Una es aferrarnos a mamá, cuyo sabor y olor conocemos mejor que nadie; y la otra es buscar el consuelo y el alimento a través de su pecho.
Una boca en posición instintiva, completamente preparada para mamar, deseando hacer las primeras succiones que sirven para establecer lo que muchos conocen como la «impronta oral», la confirmación de que mamar se hace tal y como un bebé lo hace en las primeras ocasiones.
Y eso hice: doblé mis piernas y en un enérgico pero torpe movimiento repté hasta tu pecho. Mi endeble cuello me permitió cabecear tres o cuatro veces sobre él, con la boca abierta, para volver a unirme a ti después de esa corta separación: Mamá, necesitaba volver a llenarme, de algún modo, de ti. El cordón ya no me nutre ni alimenta, ahora dependo de ti, ¿puedo?
Y me acariciaste, y sentí tu mirada de amor y tus palabras de cariño, y cómo con tus brazos me sostenías firmemente desapareciendo en segundos esos miedos de quien nunca ha tenido a su bebé en brazos y se pregunta si sabrá cogerlo llegado el momento. Y claro que sabías: no quisiste soltarme y yo no quería que me soltaras. Y así empecé a darme cuenta de que ahí, precisamente ahí, siempre estaría a salvo.
Sé que hay gente que se empeña en hacer creer a los padres que es muy importante que tengamos nuestro espacio: una cuna, un moisés, una bonita habitación con tonos pastel y ositos. Todo muy bonito, pero apenas comparable con el que es nuestro lugar: tu cuerpo, mamá. Me daría exactamente igual no tener habitación, ni todos esos artilugios, si te tengo a ti. Porque mi hogar eres tú, mamá. Mi casa eres tú.
Contigo pasé mis primeras horas de vida y entonces sucedió algo que no comprendí. Vinieron algunos familiares que quisieron cogerme en brazos. Incluso una enfermera te aconsejó que me dejaras en mi cuna para que no me acostumbrara a tus brazos, minutos después de que otra te dijera exactamente lo contrario. Agradeciste el consejo, rechazaste los brazos ajenos, desconocidos para mí, y les dijiste algo que me encantó: «Llevo nueve meses esperándolo. No tengo ningunas ganas ni intención de soltarlo».
Cuando todos se marcharon papá fue a por algo de comida para él, y para ti un impresionante bocadillo de jamón que tenía una pinta estupenda. Te duró poco, quizás por las ganas que tenías de comerlo, quizás porque querías recuperarme de los brazos de papá.
Tranquila, mamá. Papá es de los tuyos, al parecer. Me cogió de una manera muy dulce, me acercó a su pecho y me paseó meciéndome, sin dejar de mirarme ni un segundo. No podía creer que yo fuera tan perfecto… no podía creer que fuera tan pequeño, tan ligero, tan poquita cosa, y también a él sus dudas se le disiparon rápido. Me relajé un montón con él y, se sintió muy bien. Se sintió capaz: «Este pequeñito tan indefenso está tranquilísimo conmigo. Yo, que nunca he cogido a un bebé tan pequeño en brazos, he conseguido que confíe en mí». Y sé que a partir de ese instante decidió cuidarme siempre del mejor modo posible.
Ayer nací, mamá y papá, y sé que no podía haber elegido a una mamá y a un papá mejores que vosotros, porque amor no me va a faltar, ni os va a faltar por mi parte.
Solo una cosa: tened paciencia conmigo. Es lo que le falta a mucha gente: paciencia. Paciencia y tiempo, de hecho. Porque una cosa va con la otra. Soy pequeño, y llego nuevo a un mundo que va demasiado rápido para mí. Un mundo que pareciera que ya no espera que nazcan bebés, a tenor de cómo funciona todo. Haré todo lo posible por adaptarme lo antes que pueda, pero no os enfadéis si no lo consigo siempre. Vuestras obligaciones y horarios no son los míos, y si cambiarlos os es improbable, modificar mis ritmos os será imposible.
Quizás no lo sepáis, pero a menudo se dice que tener un bebé hoy en día es tan, tan duro, porque venimos de las raíces de la vida, libres, dispuestos a arrancaros de esa vida tan monótona que mira más al futuro que al presente, en un deseo continuo de que llegue ese algo que parece nunca llegar, para daros cuenta, en ese instante, que os lo perdisteis casi todo intentando ser quien los demás esperaban que fuerais.
Pero bueno, ya hablaremos de esto, que hoy solo es mañana. El mañana de ayer. Y tenemos mucho trabajo por delante. Paciencia, tiempo, mucho amor, y el convencimiento de que quizás los que nacemos hoy tenemos una oportunidad de seguir siendo tan libres como nacemos.
Os quiero, mamá y papá. Mucho.
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