Mientras se prepara para posar frente a la cámara, Andrés Calamaro relojea la colección de ROLLING STONE y con su celular fotografía algunas de las notas. Agarra la edición de mayo de 2009 y se encuentra lookeado con una camisa tejana. “Insomnio, churrasco, paternidad, estupefacientes, rock, fútbol, sala de ensayo…”, lee el Salmón en voz alta y, con una sonrisa sarcástica, dice: “En verdad, esto podría haber sido escrito en cualquier momento”.
Su risa se vuelve una carcajada que contagia a todos los que están ahí. Andrés está de muy buen humor. En algunas fotos, como accesorio utiliza el coqueto atado de Lowell Herb Co., una cajita con 10 minijoints y un compartimento para los fósforos, que conforman un packaging de cannabis comprado legalmente en California. Andrés ya no fuma marihuana, así que lo lleva más como una especie de fetiche o amuleto. “En otros tiempos, esto hubiera sido la gloria”, celebra sin humo en sus ojos.
A los 61 años, el comandante de nuestra parte de adelante va por su décima portada en la edición local de ROLLING STONE. La revista, fundada originalmente por Jann S. Wenner en un sótano de San Francisco en 1967, celebró hace 25 años el lanzamiento en Argentina con una fiesta en Museum, una discoteca en el barrio porteño de San Telmo. Andrés fue uno de los animadores de aquella velada. Lo recuerda ahora, mientras pispea el ejemplar número uno, una doble tapa con Charly García y su bata roja, y con Mick Jagger en la contratapa. “Es en la etapa Breaking Bad, cuando Charly hace de su estilo de vida su obra de arte, ¿verdad?”, dice Andrés. Y recuerda el diálogo que mantuvo desde el escenario con Enrique Symns, que fallecería unos días después de nuestro encuentro. El exmonologuista de los Redonditos de Ricota, escritor y fundador de la revista Cerdos & Peces lo reprodujo en El señor de los venenos, su libro de memorias. “Calamaro, mentiroso, culo blando… ¡Te vendiste al enemigo!”, lo provocó el periodista.
Un cuarto de siglo después, Calamaro recuerda que su respuesta lo dejó satisfecho: “Acá está Symns, que tampoco sabe, como tampoco sé yo, qué estamos haciendo aquí…”. Y cuando explica por qué decidió sumarse a nuestro número aniversario, la pregunta sigue siendo la misma: “Es de bien nacido ser agradecido. No tengo vanidad ni grandes ambiciones, pero si la foto es buena no me opongo a ser portada de ROLLING STONE. ¿Dillom ya fue portada? ¿Qué hago yo aquí?”. Y agrega: “Aprecio (valoro) aparecer en una portada mainstream, visible en todos los kioscos de diarios y revistas, claro. Los tiempos —y las cosas— cambian, pero estar en la tapa de ROLLING STONE conserva una ‘eterna’ vigencia. Recuerdo una tapa en blanco y negro, una sesión de fotos en el Hotel Alvear, otra en una estación de servicio, otra más sacando la lengua, otro embutido en una camisa de Gucci, la portada pandemia, otra en Pacheco Camboya y otra con elegante camisa texana. La tapa de la ROLLING, como la de la Time, es algo que cualquier cristiano enmarcaría para colgar en la pared del despacho o en un pasillo en el estudio de grabaciones. Es un privilegio distinguido: ‘No importa cuándo leas esto’”.
En 2006, el Salmón aseguraba que los primeros tres reportajes en la revista “son un fiel retrato de cada época, de cada momento de mi vida, aunque lamente que así sea, ya que hay cosas que sería mejor no haberlas dicho nunca”.
Repasando aquella conversación con Marcelo Panozzo, autor del reportaje, Andrés se define como un implacable juez de aquello que escribe o pronuncia para leer impreso. “Tenía razón en 2006, no leería anteriores entrevistas sin querer —en vano— corregir lo antes dicho. Me cuesta bastante estar de acuerdo conmigo, o conmigo en décadas anteriores, tengo diferencias ideológicas y estéticas”. Y subraya: “Tenía razón en 2006, releer entrevistas, ver viejas fotos, incluso sin ganas ni aparente entusiasmo, consiste en retrospectiva vital. De otro modo hubiera olvidado más cosas de las que —afortunadamente— me olvidé ya. I Forgot More Than You’ll Ever Know”, concluye, citando un standard de la música country grabado originalmente por The Davis Sisters a principios de los 50 y versionado por Bob Dylan, el viejo Bob, en su disco Self Portrait, de 1970.
La historia de Andrés con ROLLING STONE no se restringe ni a las entrevistas de largo aliento que han salido en la portada ni a aquel concierto en la fiesta de presentación de la revista. También ha contribuido con la revista como autor de textos memorables. Entre ellos, el que escribió en 2003 evocando a Miguel Abuelo y otro sobre Carlos Gardel en 2014. “Mi padre fue periodista, editaba el suplemento Cultura y Nación del Clarín en los años sesenta y setenta; buenos amigos son periodistas y columnistas de categoría. En Madrid soy invitado permanente a las tertulias del Café Varela. Me sé un intruso —outsider— en el periodismo de columnas porque no tengo el oficio, necesito del servicio de un editor responsable porque viviría corrigiéndome sin entregar nunca nada. No obstante lo cual, publiqué tres o cuatro ‘terceras’ en el ABC.”
¿Terceras?
La tercera del ABC es el editorial grande en la tercera página (impar) del periódico, la firman catedráticos eruditos como Andrés Amorós o [Mario] Vargas Llosa. Firmé tres o cuatro, resultaron ser editoriales de anticipación irónica o análisis de aficionado: “Sumisión”, una sátira política; “El Reich Animalista” y “La Izquierda de los Papanatas”. Fueron publicadas hace unos años y, quizás ahora, no resulten tan “refrescantes” como entonces, el periódico se imprime por y para un día. Lógicamente, para acceder a este espacio elitista, me serví de los oficios de un editor responsable, Luis Ventoso (Jefe de Redacción en el Cambio 16, corresponsal y director adjunto en el ABC y actualmente en el online El Debate), que me corrigió con paciencia y mimo. Hace unos años empezamos una revista virtual, “de trincheras”, con Rodolfo Palacios y Enrique Symns (Nervio.com) y me gusta escribir en variedad de formatos (décimas espinelas o guion de cine), pero no doy la talla y —lo antes dicho— asumo que no soy del oficio ni mucho menos profesional en la materia. Con desparpajo, algo es algo, me siento en las tertulias de cónclave. Un intruso exótico en la casa (mesa) de los periodistas buenos, apenas un conversador desordenado pero elocuente.
¿Cuáles fueron tus primeras lecturas vinculadas al periodismo de rock? Intuyo que sos de la quinta que leyó el Expreso Imaginario… ¿Qué otras revistas o periodistas formaron parte de tu educación musical y sentimental?
Pelo, Expreso Imaginario y lo que encontrábamos en el parque Rivadavia, como Creem y una revista alemana que comprábamos por las fotos. Eso y escuchar Embajadores Ventil y El tren fantasma, la medianoche de inéditos con Fernando Basabru y Alfredo Rosso, El Tren dirigido por Dani Morano con la espléndida conducción de Luis Cerasuolo.
¿Solías leer la RS americana antes de que saliera la versión argentina?
Leímos el libro de los grandes reportajes de ROLLING STONE (Lo mejor de Rolling Stone) y está disponible (en caso de estar disponible) desde hace años como los reportajes de Playboy recogidos en un libro de portada verde. Eso lo leímos “todos”. Lectura obligada para los consumidores de Anagrama. Personalmente me inclino por publicaciones estrictamente musicales como la Down Beat, la Mojo, la Classic Rock, el Uncut y las revistas de heavy. Me hartan un poco, pero las leo, lo mismo que el Ruta 66 y el Popular 1 en España. Ahora me aburren y prefiero leer otra cosa que músicos presumiendo de instrumentos raros y de posesiones analógicas… como niños. Músicos hablando de sus influencias y pedales de guitarras, abusando del name dropping retro… Somos estatuas de sal.
¿En qué sentido el periodismo musical se volvió importante en tu vida como artista y melómano?
En los oficios culturales existe la creencia de que la crítica “odia” el objeto música. La música, la literatura —cuando se trata de escritores— o el cine… etc. No sé si todos pensamos lo mismo (qué obviedad, claro que no), ni me consta que todos los periodistas musicales realmente odien la música (o a los músicos), pero es una idea que se repite mientras se extingue. Se entiende que los especialistas son melómanos, pero intuimos la proliferación de un “nuevo periodismo de datos, efemérides y avisos fúnebres”. Dicho esto, reconozco que añoro leer más críticas, me gustaría mucho leer más críticas a los discos y los recitales. Normal, en el pasado me encontré incómodo con alguna crítica, mayormente en España, donde me rechazan casi cualquier cosa grabada después de Honestidad brutal [1999]; un disco que no fue muy bien recibido en ROLLING STONE de Argentina, pero ungido en gloria crítica por publicaciones “inaccesibles” como RDL en España. Tampoco guardo rencores ni mucho menos tirria personal, pero, en alguna oportunidad, la corriente crítica inversa hace dudar a los oyentes, les impregna; incluso los músicos terminamos dudando del acierto de discos o algo en la “producción” o el sonido (pecado). A Internet ni la menciono, es la estocada final a la crítica musical, ahora disuelta en miles de cuentas de opinadores caprichosos bajando línea. Si hablamos de periodismo musical sin comillas, hay ensayos imprescindibles, luego las generaciones de gurú de la crítica (cultura rock) empezando por la primera generación de escritores de Rolling Stone y culminando con Lester Bangs, Mark Fisher y Simon Reynolds (como patrones del estilo contemporáneo periodístico en la cultura de rock); me inclino por tótems como [César Miguel] Rondón, Alan Lomax, Nik Cohn o Ian Carr. Pero, y volviendo al principio, la fricción entre artistas y críticos es más que una leyenda urbana, hasta Mercedes Sosa contestó una crítica desde el escenario, creo que Paco de Lucía también. La crítica específica de flamenco (como la crítica taurina) puede ser muy dura, lo conversamos con Niño de Elche hace pocos meses. Desafortunadamente las críticas han sido reemplazadas por las “cancelaciones”.
En las últimas semanas, Andrés se volvió un parroquiano del Café Tabac, emblemático bar de Palermo Chico, sede de legendarias noches de bohemia futbolera de la barra integrada por el Coco Basile, Mostaza Merlo, Roberto Perfumo, Carlos Babington y Guillermo Nimo, entre otros. Andrés lo frecuenta por la mañana, para desayunar o brunchear, leyendo el diario La Nación en papel. Lo sabemos porque comparte esas cotidianidades desde su cuenta de Instagram. Un ejemplo, apenas, de cómo utiliza sus redes sociales y los recursos tecnológicos para mostrar su apego al siglo XX y una vida analógica: el diario en papel, el café, los vinilos y los libros. Parece encarnar aquello que Alejandro Del Prado reflejó en su canción “Yo vengo de otro siglo” (2008). Para Andrés, el siglo XX es más que un asunto temporal. “Es otro planeta”, argumenta. “Para los que vivimos el siglo pasado, este siglo, el XXI, es como estar aterrizando en Marte u otro planeta peor. Es verdad que no conozco Marte, lo he visto en fotos y no parece que haya mucho que ver. ‘Yo vengo de otro siglo’, de otro lugar. Como quien diría ‘tengo mis raíces en otro tiempo’. No es lo mismo que vivir en el pasado o en la nostalgia, nada que ver. Niego la nostalgia, la detesto. Fuera de aquel momento de debilidad en la Galería del Este, no le doy ventaja a eso de vivir en el pasado porque secuestra el presente, que es lo único que consta, el eterno presente. Digo yo… tampoco soy el filósofo definitivo”.
Andrés maneja con fluidez los usos y costumbres de las redes sociales, pero parece no sentir demasiado apego. “Las redes se llaman ‘redes’, un mal principio”, ensaya. “Instagram no me gusta, ni el concepto ni la estética. Invita a vivir una vida virtual, depilarse, ir al gimnasio, hacerse tatuajes feos y mostrar todo, hasta un plato de comida; es una enfermedad mental que consiste en envidias, frivolidad y mal gusto. No tengo una cuenta personal. TikTok me gusta más por los ‘cocineros silvestres chinos’, se ríen en la cara de la cancelación woke; pero me hace perder tiempo que prefiero invertir en leer el diario. Twitter es de ‘perdedores presumiendo de medicarse con antidepresivos’ (todos podemos ser eso mismo cinco minutos a diario) pero es posible sonreír una o dos veces por día; aun así estoy de baja para optimizar mi tiempo. Las redes requieren un estoicismo budista que no todos tenemos. Comparto lecturas bajo el seudónimo ‘Ezra Pound’, no tengo cuentas verificadas de azul ni llevo las cuentas ‘oficiales’ que anuncian estrenos y recitales. Ayer subí fotos de la Galería del Este tal y como se encuentra ahora. En Instagram doy señales de vida sin bajar linea, en TikTok soy @manson, en Twitter firmo bajo el seudónimo ‘Ezra Pound’… un alias literario. Ahora mismo no tengo actividades fuera de la lectura de periódicos, me di de baja”.
Es la mañana de otro lunes tórrido y la vida en Buenos Aires (y en buena parte del país) tiene la atmósfera húmeda y asfixiante de La ciénaga, la película con que Lucrecia Martel hizo su debut como directora en la pantalla grande. Con un filtro de bigotes falsos, que le dan un aire cinematográfico y anacrónico, Calamaro adelanta la orden del día: “Lunes otra vez, ¿verdad? Empezamos otra semana de grabaciones y actividades musicales curriculares. La semana pasada grabamos para Kepa Junkera, invadimos el Hotel Miranda!, e indiscretos blanqueamos en la radio esta colaboración. Estamos terminando el próximo disco, que va a ser el Razzmatazz en vivo en 2010, y lo que es un poco El Salmón sashimi, ¿no? Encontramos una dirección para hacer estos tres o cuatro discos de archivo, que es un plan que tengo desde el año pasado, mientras espero que me confirmen una grabación que tengo comprometida para este año. Hoy grabamos con Cachorro [López] en su estudio, en Saavedra”.
Con otro filtro, un fondo con estrellitas y ya sin bigote, saluda a Fito por su cumpleaños. “Querido primo, bienvenido a los sixties, a los 60. ¡Todo lo mejor! ¡Qué gran campaña estás haciendo, querido hermano!”.
Hace unos días, antes de tocar en Chile, Páez dijo en una conferencia de prensa que, aunque estas nuevas generaciones ostentan artistas increíbles, se tiende más a una estandarización, a una pasteurización, de los ritmos, de las armonías, de “las melodías casi desaparecidas”. Esas declaraciones resonaron con la reflexión de Sting del año pasado, manifestando su preocupación y su disgusto acerca de la ausencia del puente en las nuevas composiciones. “Lo que Sting explica es propiedad (compositiva) de los standard, las buenas composiciones americanas ‘classic’. Una tercera posición en la armonía, donde esta se ‘descompone’, se diluye y enriquece en el cuerpo horizontal de la música. La tonalidad se corre —se altera— hacia una serie de acordes modulados para volver a la estrofa floreciendo la partitura, la canción vuelve respirando de otra forma. Sting agrega, oportunamente, que incluso la letra resuelve en la tensión del puente y termina de explicarse a sí misma”, argumenta el Salmón. “Parecido —distinto— es el tango, que tiene su hondura armónica propia: canciones con estrofas sobre acordes menores y estribillos mayores. En el flamenco la modulación es el pasaje instrumental —en guitarra— que se conoce como falseta. Es eso, tampoco es imprescindible, pero es interesante y enriquece una composición y su consiguiente escucha. Fito habla de canciones producidas en serie, algo que, en el pop, existe desde que existe la producción industrial de música de éxitos. No todo el monte es orégano. Tampoco estoy escuchando música todo el tiempo, es imposible para un músico. Estamos ensayando o en el estudio, o leyendo. Sigo aprendiendo para atrás, estudiando cosas que no escuché en su momento, descubriendo géneros y artistas. Mucha música de este siglo me gusta y otra no la escuché. Nunca escucho música si no me gusta, ¿por qué lo haría?”.
De los artistas de la nueva generación, Andrés conectó de un modo profundo con Dillom: “Con Dee Dee hablamos todas las semanas, nos contamos por dónde es que estamos, nos mostramos música y cosas, somos amigos. Conoce mi casa suburbana y mi estancia madrileña, nos vimos en Barcelona luego de un recital, le visito en el estudio. Estoy a las órdenes de Dillom, para todo. My dawg.”
El 22 de agosto de 2021, Andrés cumplió 60 años. “Cumplir sesenta no fue mi mejor momento; oh, números redondos. Estaba maldiciendo las secuelas del vacunatorio, con molestias físicas, solo, sin amor, y mi madre en los últimos días de sus cien años: en su momento no fue un balance positivo: pensé que estaba abrazando la soledad (y el dolor de espalda) para siempre.” Una vuelta al sol después, la taba cayó parada. “No obstante lo cual, cumplir 61 fue mucho mejor”, celebra. “Un ‘empezar de nuevo’, un reseteo positivo y encantador. Creer o reventar en las plegarias atendidas. Siempre que llovió, paró. Estoy encantado transitando esta década, bastante mejorado. No hago balances, no es para nada mi estilo”.
La última portada de Andrés en ROLLING STONE fue, justamente, unos meses antes de entrar en su sexta década, en un especial dedicado a los músicos durante la cuarentena. El confinamiento por la pandemia del Covid-19 no parecía una tortura: “Prefiero esto antes que ir de gira, toda la vida. Me gusta quedarme acá”, le contaba a Guillermo E. Pintos. Se mostraba fascinado por el sampling, mezclado a Luis Salinas, Hermeto Pascoal y David Bowie. O a Ariel Ardit, Kanye West y el aria “Nessum Dorma” de la ópera Turandot, de Puccini. El 2022, aún bajo los efectos de la “nueva normalidad”, lo puso de nuevo en el camino, junto a una banda (“sin pistas adicionales, tracción a sangre”, aclara) integrada por el tecladista Germán Wiedemer, el guitarrista Julián Kanevsky, el bajista Mariano Domínguez y el baterista Martín Bruhn. “Me costó bastante volver a la gira después de dos años de imperdonable parálisis mundial”, confiesa. “Suspendimos en 2020 luego de un solo recital en CDMX. El año pasado retomamos la gira donde la habíamos ‘terminado’, tocamos en Monterrey dos años —y un mes— después de la fecha prevista. Como todos los rockeros: vivimos al límite de la exigencia —buscando la intensidad— como leales apóstoles de Enrique Symns. La vida sedentaria y burguesa no es el estilo que elegimos: forzamos los genitales (los pulmones, el hígado y el sistema nervioso) más allá del cansancio. Ensayamos en marzo en Buenos Aires y giramos hasta diciembre con una pausa en agosto, en septiembre viajé a Madrid para hacer otras cosas y seguimos en octubre y noviembre en Hispano América con sensaciones in crescendo. En Colombia estábamos con muy buenas sensaciones y terminamos muy bien en el sur de América del Sur: Chile, Uruguay, Argentina y Paraguay. Nadie nos prometió un jardín de rosas”.
En algunas paradas de la gira, sobre todo en Colombia, Andrés se dejó ver en redes haciendo una recorrida por distintas disquerías. En Cali, considerada la capital mundial de la salsa, no sólo compró algunas grabaciones selectas de Ismael Rivera junto a Cortijo y su combo, entre otras joyitas del género. También consiguió una remera con los retratos de Ismael, Héctor Lavoe y Frankie Ruiz. La usó sobre el escenario del Centro de Eventos Valle del Pacífico, y la usa, ahora, en la sesión de fotos. Sin embargo, pese a la fascinación por esa ciudad y sus disquerías, intenta no dar demasiadas pistas de su nueva cosecha. “Lo que sucede en Cali se queda en Cali. Fui buscando ‘música secreta’, muy bien recomendado. La última compra caleña fue hace cinco años y llegué bien ‘preparado’, inspirado. Es música secreta, hoy no estoy por la labor de esparcir el polen del conocimiento, no soy divulgador musical y prefiero no compartir lo que a mí me costó años de aprendizaje, no tiene sentido. Prefiero no ofrecer detalles porque podría interceder en próximas producciones musicales. Lo siento, pero no tengo intenciones de revelar mis secretos”.
Por lo que pude ver en un video de Instagram, en Cali estabas buscando discos puntuales de Ismael Rivera, ¿cómo surgió tu interés por su figura?
Mejor si cada uno llega a Rivera por sus propios medios.
Ok. Entonces hablemos de tu lanzamiento más reciente, el HB Extra Brut… Otra edición monumental, que más allá de muchas canciones inéditas de esos años, también incluye versiones remezcladas. ¿Cómo ha sido ese proceso, sobre todo, de selección de esas canciones que no habían sido publicadas?
Extra Brut son tres cosas en una sola caja de CD: El Master Edit 2021 de Honestidad brutal, que preparamos con Joe Blaney y Sterling Nashville. Son tres long play y dos de los discos compactos de la caja. Otro CD es versión original que sólo estaba impreso para el Record Store Day hace dos años, más tres CD de “inéditos y alternativos” que curamos con David Bonilla, Ricky Falkner y Germán Wiedemer. El mismo día publicamos la primera edición en disco-negro de Honestidad brutal que sólo había sido publicado en CD y casete, en 1999. Ya está impreso Tinta Roja en “disco”, preparamos reediciones de El palacio de las flores y Grabaciones encontradas (uno).
¿La edición de la caja te hizo reconectar emocional y artísticamente con esos años de excesos de canciones y de sustancias?
Bueno, sí conecté con aquella época porque me sometí a escuchar cientos de grabaciones que, en algunos casos, no había escuchado luego de grabarlas. La idea de revisar todo eso no me parecía atractiva, pero esperé lo suficiente y finalmente fue divertido y emocionante. Ahora estamos haciendo lo mismo con El Salmón, todas las grabaciones en cuatro canales de casete, mezcladas en CDR… Tampoco todas, es imposible reunir todas, son literalmente miles. Algo burbujea en la conciencia cuando escuchamos cosas grabadas bajo influencia de nocturnidad y alevosa, que son casi todas. Una especie de memoria emotiva.
Cuando Andrés dice que son literalmente miles, tenemos que creerle: son literalmente miles. Después de la sesión de fotos, Andrés nos invita a escuchar parte de los trabajos que lanzará de un corto a mediano plazo: el directo grabado en la sala Razzmatazz de Barcelona durante la gira de 2010, y algo de lo que, como adelantaría unos días más tarde en redes, denomina por ahora El Salmón sashimi: un nuevo episodio de descatalogación de archivos. En este caso, cientos de CD que incluyen miles de canciones grabadas en la temporada de las composiciones febriles y desmesuradas, en jornadas eternas, el tour de force en el que forjó el disco quíntuple con 103 canciones, que —a la vista de estos archivos— es sólo una pequeña selección de esa obra que el crítico Daniel Riera definió en ROLLING STONE como “una inspirada rockola en la que cada uno puede elegir al Calamaro que más le gusta”. Una obra que en términos de la industria parecía excesiva, pero que vista en perspectiva parece ser el registro en la mínima expresión posible de esa explosión creativa, en los tiempos en que Andrés, junto al Cuino Scornik y Jorge Larrosa, había fundado el Movimiento Literario No Intelectual Los poetas de la Zurda.
Son varias bolsas con cientos, literalmente cientos, de CDR, cada uno de ellos tuneados con tapas artesanales, collages con recortes de diarios y revistas, intervenidos con pinturas, cintas adhesivas y marcadores, con una estética sucia y desprolija, que ameritan una exposición en una galería de arte.
Escuchar música con Andrés es una experiencia intensa. Acaso intransferible. La escena trascurre en una vieja casona reciclada de Palermo Viejo, que podría llenar las páginas de una revista de decoración. Nada es ostentoso, pero prima el buen gusto. Hay unos cuadros gigantes y coloridos, con reminiscencias del neoyorquino Jean-Michel Basquiat, que pintó Juan Manuel Romero, nuestro multifacético y talentoso anfitrión, guitarrista de Ella Es Tan Cargosa y Bambi, entre otros proyectos. Y dueño del estudio Romaphonic.
Suena un medley entre “Salud, dinero y amor”, compuesto en tiempos de Los Rodríguez, y “Walk of Life”, el clásico de Dire Straits de 1985. Apenas suenan los primeros acordes, Andrés y Juan Manuel se compenetran. Hay una profunda conexión en sus miradas, en el modo de sentir ese registro. Coinciden, ambos, en la práctica del air guitar y el air drumming. Una celebración de aquella banda que sacaba chispas.
Luego de aquel show, en el diario que llevaba a modo de blog en su web oficial, Andrés escribió: “Anoche fue otro concierto ‘de riesgo’ en The Razz… una versión del ‘sacrificio humano’ en clave de razz & rock; (bien colocado) salimos media hora antes de la hora anunciada, no podía ya esperar mas, supongo que arrancamos con una jam sensation, un free blues… Después fuimos desgranando el repertorio, mis recuerdos son vagos al día siguiente, sobrevolando serranías y próximos a la meseta. Uno de los bises fue ‘Cuatro rosas’ dedicada a los campeones morales del mundo, también hicimos ‘Imagine’ (porque estamos próximos al setenta cumpleaños de John), esta vez más alejada de la versión ‘karaoke’ de Donosti… Después de volar y titubear un poco, la banda se puso a punto, derritiendo el metal licuado de las guitarras, potencia y alegría, la gente estaba en armonía. Quizás por eso dediqué algunos párrafos discursivos para la irritabilidad de la comunidad catalana (los locales), ellos saben que me gusta mucho BCN y que la quiero, que tengo amigos aquí y me siento respetado y querido; a mí me corresponde insistir con la incorrección política aunque superficialmente mi discurso aparente ser reaccionario, pues todo lo contrario, presumo de ser rebelde, haragán, revolucionario, rojo y sigo de ‘ida y vuelta’ de (con) algunos asuntos propios de la ciudadanía ideologizada… Todo bien… Cuando terminamos, agregamos dos bises más, ademas de los tres habituales… y Recibí, muy probablemente, la ovación más intensa, afectuosa, fraternal y respetable que haya escuchado (visto, sentido) en años, quizás… siempre (…)”.
Todo eso que Andrés describió oportunamente en ese texto es lo que suena, trece años después, en los parlantes. ¿Y cómo es Andrés como oyente? ¿Cómo suenan estas (y todas las) músicas en sus oídos? “Encuentro en la música sustancias (elementos) que escapan a los estándares de audio, sonidos e interpretación perfectos, cualidades técnicas, master y mezclas buenas. Los arreglos dependen de los arreglos: a veces no hay nada que arreglar o desarreglan, suenan cursis. No me impresiona la música que suena bien, si es muy buena trasciende el audio; lo que suena es otra cosa. ¡¡Pasamos muchos años pensando en el audio del bombo de la batería!! Ahora sospecho que el mejor sonido nunca se graba en discos porque la inercia de la grabación profesional no corresponde con los tiempos de la música creativa. Se pierde la dinámica. Afortunadamente existen muy buenas excepciones y suelo equivocarme. No escucho demasiados discos, necesito tiempo para los míos propios, para leer, conversar, y no uso auriculares fuera de ocasiones puntuales. Plantarme y escuchar un disco es un momento que reviste de cierta importancia y especial atención. Puedo escuchar un mismo CD todo el día, me encanta eso. Escuchar un disco long play requiere silencio, una cierta soledad, atención y levantarse a dar vuelta de lado. Soy músico, intuyo detalles en las grabaciones, puedo ‘verlos’, leo la mente y percibo en la música de los discos y en vivo. Tampoco me consta qué escucha cada uno, son tantas sutiles diferencias posibles. Todas las diferencias”, esboza como respuesta.
Al día siguiente de nuestro encuentro, Andrés se sentó en la mesa de Lanata sin filtro, el programa que Jorge Lanata conduce en Radio Mitre, para una extensa entrevista. Su elogio de la novela de culto ¡Que viva la música!, del escritor caleño Andrés Caicedo (1951-1977), no trajo tantas repercusiones como cuando contó que sus amigos progresistas españoles lo definen como “un ácrata de derecha”, ni como cuando narró los entretelones de la foto que se había sacado con el dirigente social Juan Grabois en Tabac (“Es un gran cancelado. No sé si lo voy a votar, pero lo voy a apoyar…”), ni como cuando expresó su desencanto de manera contundente: “La política no sirvió, no defendió nuestros tesoros culturales —no quiero saber qué se enseña en los colegios— y socioculturalmente nos convirtió en una ruina. No tengo tirria ni rencor con nadie de la política pero tampoco soy optimista”.
Tu mirada no es la de un militante, sino la de un analista. Te percibí muy interesado en los editoriales de los diarios, en ciertas plumas como la de Jorge Fernández Díaz… ¿Ese interés lo tuviste siempre?
Siempre o casi siempre, en algunas cosas soy “la misma persona” que con 17 años. Estudiar, leer, escuchar, son una forma de militancia cultural política adecuada y necesaria. Antes de los 17 también, eran los setenta: todo era político. Con Charlie Feiling éramos polos opuestos ideológicos (adolescentes), no obstante lo cual no sentimos nunca el peso de una diferencia tan nimia. Disentir en cuestión política es normal, no tiene por qué generar disputas o desacuerdos severos. Pensar en términos ideológicos puros es obsoleto y sanata, no somos ganado ovino para marchar ciegos detrás de nada ni nadie. Para conversar de cultura y política basta con sentarse en una mesa apropiada, ni la televisión ni un espacio en interné tienen el más mínimo sentido, le bajan mucho el precio. Quizás alcanza con leer los periódicos en la mañana, seguir firmas más que “líneas editoriales”, leer entre lineas —como hicimos siempre— y aprender todos los días algo. No hay palabras grandilocuentes que expliquen nada, ni izquierdas ni derechas, ni ultras, ni fascismo ni socialismo. Ni sé lo que son ni leí lo suficiente como para subirme a la copa de un pino. Estoy en concordancia con todos los sectores, puedo conversar con todos y es lo que hago; no me informo por televisión ni hashtags. Soy cantor músico, hijo de mi padre.
Lo nombraste recién a Charlie y está por estrenarse el corto Mío será tu cuerpo. En busca de Charlie E. Feiling, dirigido por Mariano Vespa en el que evocás aquella amistad…
Íbamos semanalmente a San Telmo hace más de cuarenta años. No sé qué aspecto tiene el barrio ahora ni en qué se ha convertido la feria de los domingos en la plaza. También frecuentábamos ventas de pertrechos militares en lo que ahora conocemos como el Museo Renault, disquerías y galerías (o galerías con disquerías) en el centro; nos quedábamos observando el axolote en la galería entre Santa Fe y Pueyrredón, y nos sentábamos en La Paz, siempre en el mismo sitio y atendidos por el mismo camarero, Héctor, y la mesa chica instalada entre los baños. Con Charlie fuimos íntimos desde la escuela (Elsa, su madre, era maestra de inglés), cursamos el secundario en polos opuestos, la escuela privada y el Liceo Naval. Luego Charlie fue de profesor a Inglaterra y la guerra de Malvinas le torció el destino. Era espléndido y lo sigue siendo porque dejó una obra literaria precoz, dejó huella pero perdí —en el camino— un gran amigo muy cercano, para mi madre era como un hijo más.
En alguna ocasión Andrés dijo que había logrado cumplir el sueño de Roberto Carlos por eso del millón de amigos. De algún modo, eso se traduce en un millón de vidas vividas a la vez. “¡Ahora tengo millones de enemigos”, responde. “Buenos amigos también, y amigos desconocidos en todas partes. Lo mismo en el santuario suburbano del Gauchito Gil que en sitios paquetes, entre académicos, intelectuales, toreros, bandidos y personas agradecidas por mis servicios musicales. La gratitud es formidable, indispensable. Es mejor que el respeto. Soy transeúnte y no puedo caminar cien metros sin darme abrazos y saludarme con varias personas que aparecen con sus hijos, con amigos, para tomarnos un retrato y saludarnos. Ni hablar en concentraciones de más personas, en asados de pura buena gente… Nos irradiamos alegría y afecto. Tiene un valor incalculable. Soy amable con todo el mundo, así tenga que saludar cada cinco minutos”.
Además del rock, Andrés ostenta un hilván invisible en el que logra unir a sus amigos del hampa con figuras del jet set, la tauromaquia, el fútbol —se sumaba a la mesa de los viernes de Jorge Valdano y Ángel Cappa, entre otras celebridades—, y muchos universos más. Un buen modo de ir “del Colón al tablón”. Andrés se muestra orgulloso de ese eclecticismo, de haberse ganado el acceso a lugares privilegiados. “Pues sÍ, terminé sentado en mesas chicas, por ende: donde nadie más se sienta casi… La de los toreros, la de los bandidos, las tertulias culturales y políticas buenas, fui amigo de Maradona y Hebe de Bonafini, tengo conversaciones personales con gentes del amplio arco político y cultural, lo mismo en Buenos Aires o en Madrid. No hay distancia ideológica que no pueda zanjar, tampoco estoy comprometido con ideologías tradicionales, ni sé lo que son. No leí a Marx ni a Primo de Rivera. Crecí bajo siete u ocho gobiernos militares, parte de una Buenos Aires de vanguardia cultural que creía en el Mayo Francés (los intelectuales se equivocan). Sentarse a conversar es un privilegio de lujo. Donde me siento convivimos todos en armonía y celebrando la amistad más noble”, asegura. Cita una frase del filósofo francés Jean-François Revel (“Esta inmensa impostura ha falsificado todo el siglo XX, en parte por culpa de algunos de sus más grandes intelectuales”) y concluye: “Los desengañados son los últimos en enterarse, muchas veces rechazan reconocerlo. Darse cuenta. Ocurre con mayor frecuencia a los necios, los tarúpidos ni se enteran. Aprecio las lÍneas no rectas, la distancia sinuosa entre un punto y otro, sobrevolar tachos de basura y restaurantes de tres estrellas Michelin, convivir con lo popular y lo especial. Ser distinto y parecido, estar en otros ámbitos además de la música o la vana conversación contaminada por actualidad transgénica”.
El vínculo de Calamaro con la ciudad que lo vio nacer es sagrado e indisoluble. La porteñidad aparece en cientos de referencias, desde la fascinación con los cafetines de Buenos Aires o con sitios entrañables como la pizzería El Cuartito. Sitios que son mucho más que comederos y que forman parte del imaginario, de la cultura popular, de la idiosincrasia de la Reina del Plata. “Soy porteño de la Recova de Retiro. Los mejores porteños del mundo. Conectados con el puerto y el campo, cosmopolitas parisinos e iconoclastas”, se enorgullece el Salmón. “También soy madrileño por adopción pero mucho más joven, llegué a Madrid en 1990. Hace rato que estamos viendo desaparecer a Buenos Aires, El Cuartito es más que pizza y recuerdos, es la Buenos Aires que no queremos ver desaparecido, los bares de siempre, modestos o paquetes. Las cosas buenas que no deberían cambiar nunca, son lo clásico”.
El día anterior a nuestro encuentro, Andrés volvió a su barrio. “No soy sentimental, pero ayer por la tarde, sin embargo, sentí el peso de la nostalgia durante 45 minutos o más. Volví a plaza San Martín, que es donde transcurre mi infancia entera, mi casa natal, mi barrio céntrico. Filmábamos en los pasillos del Hotel Dorá (donde desayunaba Jorge Luis Borges) y entré a la Galería del Este, adonde fui cientos de veces siendo un niño y luego un adolescente. Las ruinas de El Agujerito, el Café de las Artes abandonado, el bar redondo donde era normal ver a Facundo Cabral, [Federico Manuel] Peralta Ramos, [Jorge Luis] Borges, [Astor] Piazzolla o algún integrante de Les Luthiers… Ni rastros de Little Stone [la tienda de ropa que inauguró la estética de los jardineros de jeans y las remeras de rock a nivel local]; la parte de la galería que sale a Florida, ahora es el lobby de un hotel y huele a pedos. La Galería del Este era el centro del mundo: ‘The swingin’ Buenos Aires”. Ahora parece un deposito de fantasmas, un cambalache, un mercado de pulgas; los negocios cerrados, llenos de pasado, o vacíos. El quinto elemento, el sexto sentido. El fantasma era yo”.
Por distintas cuestiones, la muerte ha rodeado este reportaje. La del saxofonista Wayne Shorter funciona como un disparador para hablar del vínculo de Andrés con el jazz. “En principio no tengo suficiente práctica para tocar jazz, ni heavy, ni música clásica. Pero el jazz ‘está en las cosas’, llega y aparece fuera de la ortodoxia contemporánea. Estudio como oyente lo que no quise practicar como pianista. Con Jerry [González] exploramos ‘crack jazz’, sin acordes, hipnótico y demoníaco. Jerry era un ángel de la música grande, el mejor artista trompetista vivo”, evoca. “Quizás piso los caminos señalados por artistas como Sun Ra, Miles Davis, Ornette Coleman y Cecil Taylor. Tuvieron la intención de ‘romper el jazz’ y abrir sendas donde ahora otras orejas transitan. Sun Ra se conecta con Parliament Clinton y John Lee Hooker; encuentro jazz en el flamenco porque ‘tiene’ jazz, lo contiene. El concepto de jazz no tiene por qué ser el mismo de hace un siglo o en los años cuarenta o el del hard-bop de los años cincuenta; es post-free, post-modal … post-jazz”.
La muerte de Enrique Symns, que ha sobrevolado la conversación, nos sorprende cuando la revista entra a imprenta y Andrés está a punto de abordar un avión a Madrid. “El cielo se abre para recibir a un pecador, parte de una raza y un país en extinción”, me escribe, casi al mismo tiempo que repostea en sus historias de Instagram la foto de Alejandro Lypszyc que posteamos desde la cuenta de ROLLING STONE.
Está viajando para presentar los tres primeros episodios de Ni chivatos ni membrillos para la plataforma Sonora. “No nos gusta la palabra ‘podcast’, amerita una adaptación o traducción elegante”. ¿Ese nombre? “Ni delatores, ni ortibas, ni batilanas, ni caretas. Con el foco en las batallas culturales que no por perdidas son menos importantes. Hablamos de música y discos con Alberto Vacas (mi socio del desierto), conversamos con Niño de Elche, Juan Manuel de Prada y Vicente Zabala de la Serna. No es la primera vez que hago radio pero, en este formato sin reglas, hice instintivamente lo mejor que pude, que nunca es suficiente”.
¿Tenés en el horizonte más o menos cercano hacer un disco nuevo con canciones nuevas?
No tengo afán de componer y grabar, puse siete vidas en las grabaciones. Aun así grabo siempre que quiero o alguien me convida con una colaboración honorable. No “entiendo” para que sirve un disco ahora, tenemos la sensación de que nadie nos escucha (?), no ganamos con los discos dinero suficiente para vivir como merecemos, apenas si hacemos equilibrio y —cuando— somos producción independiente: pagamos todo, grabación, portada y videos. Creo que tengo escritas (y grabadas) más de tres mil canciones, la gran mayoría de las cuales nadie ha escuchado. No me quejo, pero induce a sensaciones contradictorias. Quizás valga la pena recordar —escuchando— algo de lo que hicimos, el hielo del que apenas una punta se asoma, hundir el Titanic. Ni siquiera me entusiasma tanto salir de gira, no soy un enamorado del trabajo, podría vivir para sentarme en un bar a leer o conversar. Puedo intentar vivir sin trabajar volcado en leer el periódico y libros, asistir a tertulias —y reuniones interesantes— sin más anhelo social o laboral. Vivir del cuento. La música es un servicio, un casi sacerdocio. Por lo menos para mí, que soy vago por naturaleza. Lazy!! No me gusta trabajar ni por dinero, no soy ambicioso. Soy bohemio, estaba hablando en serio. Desprecio la profesión, la carrera, la riqueza y el éxito. Ni los aguanto ni sabría vivir sin todo eso.
Hace unos días, en una entrevista con el Mariskal Romero, el Indio Solari confirmó su retiro de los escenarios. ¿Te interpela en cuanto a la posibilidad de tu propio retiro?
“De día sueño con el retiro, de noche sueño con el toreo”, como ha dicho el torero Morante de la Puebla. Me gusta la idea del retiro y el hiato, no soy el único. Apearse del circuito profesional no es un drama, es una apuesta distinta. Morir con las botas puestas es honorable, pero salirse del circuito —cortarse la coleta— es interesante y quizás abre nuevos caminos en la vida y la música. Estoy bastante convencido de que un músico en retirada sigue haciendo música, leyendo y escribiendo. Podría pasarme la vida sentado en un bar leyendo el periódico, libros, y tomando cortados. No es mala idea. Levantarse, leer el diario y sentarme en un bar solo o en amena e interesante tertulia; luego comer, estirar la sobremesa hasta entrada la tarde y volver a casa. Peor es trabajar.