Qué debería tener la tercera temporada de ‘True Detective’ para remontar el vuelo

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Hace ya cuatro años, la cadena estadounidense HBO, aliada con el novelista Nic Pizzolatto y el realizador Cary Fukunaga, dio un nuevo puñetazo sobre la mesa marcando un nuevo hito en la historia de la ficción televisiva con la excepcional primera temporada de ‘True Detective’: una auténtica delicia que cautivó tanto a público como a crítica con un apasionante relato neo-noir en clave sureña.

Tan sólo quince meses después de que concluyese la historia de Rustin Cohle y Martin Hart, Home Box Office acogía el tal vez algo precipitado debut de la segunda temporada del show. Una controvertida continuación que se distanció de su predecesora y desató la ira de propios y extraños después de romper de forma inesperada el hechizo con el que nos embrujó su predecesora.

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Con la tercera temporada de ‘True Detective’ a la vuelta de la esquina, y después de poder haber disfrutado de sus escasos —pero intensos— avances, las buenas vibraciones en torno a la serie han vuelto a proliferar, fomentadas en buena parte por lo que parece ser una vuelta a los orígenes de la producción, recuperando la atmósfera única de la Norteamérica rural y trasladando la acción un estado más al norte; de los pantanos de Louisiana a los Ozarks del estado.

Con estas cartas sobre el tablero, puede plantearse la siguiente cuestión: ¿Necesita realmente la tercera temporada de ‘True Detective’ distanciarse de la anterior y repetir la fórmula original para triunfar? Mi respuesta, y puede que traiga cierta controversia de la mano, ya que implica una defensa al arco argumental protagonizado por Vince Vaughn, Colin Farrell y compañía, es un no rotundo. Porque el mayor defecto de ‘True Detective II’ pasa por la memoria del espectador.

De fenómenos y (odiosas) comparaciones

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Si algo hace especial a ‘True Detective’ es que la imposibilidad de etiquetarla bajo un rótulo tan simple como el de «serie de televisión» o «producto audiovisual». ‘True Detective’ trascendió a esos términos para entrar en el reducido terreno de los «fenómenos» y, como tal, su impacto y todo juicio de valor que pudiese emitirse sobre ella iba mucho más allá de sus elementos técnicos, formales y narrativos.

Muchos fans —entre los que me incluyo— quedamos atrapados entre las marañas de subforos de internet en los que se debatían teorías, nos enamoramos completamente de las increíbles y complejas personalidades de Rust y Marty —desarrolladas en distintas líneas temporales—, y disfrutamos plenamente mientras nos asfixiábamos en ese nihilismo que no temía en citar directamente a Thomas Ligotti y que se convirtió en una seña de identidad de la producción.

Desgraciadamente, esta plena devoción por el microcosmos ideado por Pizzolatto y articulado por Fukunaga terminó proyectándose de forma inevitable en su secuela directa; enturbiando comprensiblemente cualquier opinión sobre ella ante el drástico cambio de rumbo que implicó dejar a un lado sobriedad, elegancia y poso filosófico, casi metafísico.

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El salto de escenario en ‘True Detective II’, a priori irrelevante, encierra la clave para comprender —que no necesariamente admirar— su demencial propuesta. Al igual que la gran ciudad en la que se ambienta, la temporada 2 abraza sin filtros ni concesiones la más absoluta decadencia, proyectada sobre sus personajes y sobre un tono que parece reflejar secuencia a secuencia la sordidez de una película porno made in California; de las de mansión, jacuzzi y pechos recauchutados de talla doble D.

Pero lo más interesante de todo esto es que esta apuesta por el exceso y lo cheesy —me vais a perdonar el término anglosajón, pero adjetiva la temporada a las mil maravillas, más que «kitsch» u «hortera»— no se limita a sus capas superficiales. Además, penetra en lo más profundo de su lenguaje, trasladándose a unas subtramas delirantes y caóticas, a unos personajes desmadrados construidos a base de clichés y a unas conversaciones que aparcan la elaborada rimbombancia intelectualoide de Rust para abrir paso a un pastiche que parece haber sido calcado de cualquier thriller criminal setentero de bajo presupuesto.

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Mentiría si dijese que no he disfrutado plenamente de todos y cada uno de los ocho episodios que dura el periplo de Velcoro, Woodrugh y Bezzerides, y de su grotesca exageración constante. Puede que esto haya sido gracias a un cambio de chip autopimpuesto con el que me obligué a distanciarme completamente de la primera temporada de ‘True Detective’ y a no buscar cualquier eco o reminiscencia de su excelencia en lo que, sin duda, es una exploitation en toda regla.

Una vez dicho todo esto y expuesta mi postura frente al tema, es el momento de aportar conclusiones respecto a la pregunta que ha dado pie a esta reflexión. La nueva etapa del show de HBO no necesita echar la mirada atrás y tratar de abrazar una serie de códigos y características que funcionaron a la perfección en su primer contacto con el público. Tan sólo necesita volar por su cuenta, dejar que el equipo creativo y artístico aporte su visión y ofrecer, nuevamente, una apuesta única en su especie.

Porque lo más peligroso, a veces, es intentar replicar una fórmula de éxito siguiendo una plantilla y haciendo promesas que no pueden cumplirse; un patrón proclive a darse de bruces con el fracaso, de nuevo no por factores formales y narrativos, sino por esas malditas expectativas que se elevan como uno de los mayores males a los que debe enfrentarse la industria audiovisual hoy día.