‘Mula’, Clint Eastwood y la muerte del héroe estadounidense anónimo

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Hemos empezado el año, por tercera vez consecutiva, con una nueva película de Clint Eastwood. No obstante, esta vez se ve acompañada de una importancia especial: es el primer film dirigido por el veterano estadounidense desde el divorcio oficial con la crítica que experimentó el año pasado, a raíz de la debacle que fue ’15:17 Tren a París’ (‘The 15:17 To Paris’).

Puede que la consecuencia más clara de este divorcio sea que su nueva propuesta —estrenada a finales de 2018 en EE.UU.— haya pasado completamente desapercibida para la Academia de Hollywood, cuando recientemente ésta se revelara incapaz de soslayar el fenómeno que supuso ‘El francotirador’ (‘American Sniper’) y le concediera hasta 6 nominaciones al Oscar. Una película, retrato de la vida del marine Chris Kyle, acaso tan incómoda estos días como a buen seguro sea ‘Mula’ (‘The Mule’) pero parece que, en apenas tres años, las cosas han cambiado mucho.

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Tras los pasos de ‘Gran Torino’

La importancia de ‘Mula’, en cualquier caso, va más allá de lo ilustrativa que pueda ser su digestión en el estómago de Hollywood a la hora de definir los tiempos que corren. También llama la atención que sea la primera vez que se dirige a sí mismo en diez años, desde el estreno de ‘Gran Torino’, y que además haya vuelto a recurrir al mismo guionista de aquélla para darle forma, algo que este director californiano ha hecho en muy pocas ocasiones a lo largo de su carrera.

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Ese escritor es Nick Schenke, y en ‘Mula’ —inspirándose en la historia real de Leo Sharp— ha vuelto a diseñar a un protagonista anciano amargado y de vuelta de todo, que en el crepúsculo de su vida encuentra la oportunidad de una redención: una que debe consumar en sus propios e intransferibles términos.

Y sí, ésta podría ser también la definición de William Munny, Frankie Dunn o el mismo Walter Kowalski, protagonista de ‘Gran Torino’, de modo que no nos ha de extrañar que este director, a sus 88 años, haya querido volver a ponerse delante de las cámaras.

Sin embargo, puede que este personaje, por nombre Earl Stone, tenga muchos más motivos para estar cabreado de los que tenía el amigo Kowalski hace una década. Y entre estos motivos, el desdén de una Academia acaso demasiado concienciada con términos como «inclusión» o «diversidad» como para volver a ensalzarle como uno de los grandes cineastas de nuestro tiempo es casi lo de menos, aunque desde luego sirva como la cara más visible de este cambio de paradigma.

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Un cambio que Clint observa desde su porche, furioso y lanzando escupitajos, mientras su barrio se va llenando de jóvenes y extranjeros que no le tienen ningún respeto, y que piensan que ya no tiene nada que decir. Que su cine se ha quedado viejo.

Y Clint responde de la única forma que sabe.

El individualismo como última respuesta

Earl Stone odia a su familia, odia aquello en lo que se ha convertido su vida y, sobre todo, odia a los narcotraficantes mexicanos que se convierten en sus jefes una vez los problemas económicos le obligan a pasar droga a través de la frontera, desafiando su autoridad con los mismos epítetos racistas que tanto nos divertían en ‘Gran Torino’.

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Earl Stone trata de apañárselas en un mundo hostil donde no hay sitio para él, y lo hace siguiendo su propio código. Stone es un forajido, como tantos que pueblan la filmografía de Eastwood como director, y que proviene directamente de ese western que le catapultó a la fama en los años 60, primero como Rowdy Yates en la serie ‘Cuero crudo’ (‘Rawhide’) y luego como el Hombre sin Nombre en la Trilogía del Dólar de Sergio Leone.

Su figura es tan universal, sin embargo, que hace tiempo que traspasó las barreras de ese género, y el propio Eastwood siguió acaparando sus rasgos fuera de él. Ya sea como Harry Callahan, Frank Lee Morris en ‘Fuga en Alcatraz’, o el sargento Highway, el código de los forajidos pronto dejó de ser exclusivo a una forma de acercarse al western para dar pie a un individualismo feroz y transversal a toda su carrera y los demás géneros que ha querido cultivar.

Desarrollada bien a raíz de un mundo cambiante que amenaza con pasarlo por encima, o bien desde la desconfianza hacia los demás y especialmente aquellos que detentan el poder, este apego al individuo, que adquiere limpiamente los rasgos de un liberalismo cómodo y consecuente, es la verdadera clave para entender la ideología de Eastwood.

Clint Eastwood

Clint Eastwood

Esto ha derivado, por un lado, en auténticos problemas a aquéllos que tratan de anticiparse a quién votaría el cineasta, aun cuando éste lo dejara muy claro en 1974 aduciendo que era «demasiado individualista para considerarse de derechas«. Pero sobre todo, y más allá de psicoanálisis de baratillo, ha permitido que su cine desconcierte y se haya mantenido actual durante casi cinco décadas sin sufrir evoluciones significativas.

Pues, ¿cómo era posible que una persona tan obviamente machista dirigiera ‘Million Dollar Baby’ o ‘El intercambio’ (‘The Changeling’)? ¿Cómo explicábamos que alguien tan supuestamente racista se marcara un ‘Gran Torino’ o, sobre todo, un ‘Cartas desde Iwo Jima’ que se esforzaba en tratar el punto de vista de los enemigos de EE.UU. con toda la empatía que pudiera llegar a albergar?

La razón podría ser que, desde luego, Clint Eastwood no es el facha descerebrado que creemos que es pero, sobre todo, la razón lógica es que para este hombre, más allá de géneros o banderas, sólo existe el individuo.

Mula

Mula

Este credo liberal permite automáticamente que, si el planteamiento es lo suficientemente inmersivo, sea tan confuso catalogar de forma directa a ‘El francotirador’ como un panfleto militarista, como hacer lo propio con ‘Gran Torino’ afirmando que es todo un ejemplo de concienciación racial. Hay tal sumisión al personaje concreto, a la anécdota, que lo único 100% claro es que lo que se encuentra más allá de ellos es un asco que te cagas, y que es lógico que estos protagonistas se rebelen contra ello del modo en que lo hacen.

Podría tratarse de un planteamiento nihilista, sino se diera el caso de que Clint Eastwood tiene muy claro que hay que apoyar a estos protagonistas, así como arremeter contra todos los obstáculos con los que se deban enfrentar.

Escupiendo hacia arriba

«El individuo es la base de la democracia», insistía el protagonista de ‘J. Edgar’ hacia el final del biopic que dirigió Eastwood en 2011. Una frase que fácilmente podría suscribir el mismo realizador, pero que se quedaba en un ideal malogrado una vez sopesábamos la trayectoria de quien fuera el director del FBI, corrompido por el ego y el ansia de control, de poder sobre ese mismo individuo.

Eastwood lo tiene claro. El mal absoluto no viene de fuera, no tiene por qué estar representado a través de un colectivo o un país concreto, sino que el mal nos acompaña y está con nosotros desde el mismo momento en que la sociedad precisa de una organización y una cadena de mando, y entonces se dan cita los peores instintos del ser humano. Por eso pudo permitirse la carambola de, en un mismo año, dirigir ‘Banderas de nuestros padres’ y ‘Cartas desde Iwo Jima’.

En la primera, el director le arrebataba toda la épica de la que se revestía la famosa foto de «Alzando la bandera en Iwo Jima» no sólo mostrando su cínica utilización en EE.UU. para recaudar bonos de guerra, sino a través de los integrantes de la imagen. Esos individuos eran llamados héroes por sus compatriotas pero no se sentían como tal: lo único que hacían era volver cada noche a esa isla, y recordar con culpabilidad a aquellos compañeros que no habían sobrevivido.

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Este contraste entre el individuo heroico pero roto y el estado deshumanizador que lo manipula llegaba a momentos culmen de ignominia en la biografía de Ira Hayes (Adam Beach), pero también encontraba una suerte de compensación a través del hilo conductor de la trama: el hijo de uno de esos soldados que trataba de entender a su padre, y abrigaba la conclusión de que «los héroes son sólo algo que creamos para tratar de entender por qué alguien se sacrifica por nosotros, aunque esa gente en realidad sólo lo hiciera por sus amigos, y no por su país».

Si ‘Banderas de nuestros padres’ descarta cualquier patriotismo ajeno a la propia persona para exaltar a esta última, en ‘Cartas desde Iwo Jima’ sólo hay dolor y rabia hacia quienes la empujan a una muerte tan irracional. Además, como para Clint Japón es un país obviamente peor que EE.UU. —tampoco nos volvamos locos tratando de limpiar su nombre— este dolor es subrayado por unos superiores enajenados que obligan a suicidarse a sus acólitos una vez no han conseguido cumplir el insensato cometido que diseñaron para ellos.

Es llamativo, no obstante, que ‘Cartas desde Iwo Jima’ se esfuerce en darle gran parte del protagonismo a un representante de esta misma cadena de mando que prefiere asesinar a sus hombres antes que asimilar la derrota: el general Kuribayashi (Ken Watanabe), cuyo retrato es tan ambivalente como toda la película en sí, pero que no hace sino redundar en ese árido pacifismo y la barbarie que es cualquier guerra. Y pocas escenas ilustran esto mejor que cuando desertores nipones tratan de rendirse, y a continuación son asesinados a sangre fría por los mismos que podían haber protagonizado perfectamente ‘Banderas de nuestros padres’.

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En efecto, este díptico está compuesto por las que puede que sean las dos últimas películas verdaderamente logradas de Clint Eastwood, pero eso no significa que el cineasta no haya querido volver a incidir en el carácter falsario de las instituciones y organismos de poder. Porque, en realidad, no ha hecho otra cosa desde entonces, y la única diferencia es que estos nuevos héroes nunca llegaron a salir en ninguna foto.

El heroísmo reside en cualquiera de nosotros

Chris Kyle. Chesley Sullenberger. Spencer Stone, Anthony Sadler y Alek Skarlatos. El quijotesco empeño de Clint en reivindicar héroes atípicos, cuya valentía es transmitida en oposición directa al agreste escenario del que proceden, ha ido paralelo al distanciamiento con la crítica y el público, que pudo llegar a hacer de ‘El francotirador’ todo un taquillazo, pero que no se pudo comer ni ‘Sully’ ni, desde luego, ’15:17 Tren a París’.

‘El francotirador’ ahondaba de forma mucho más torpe —y aburrida, sobre todo aburrida— en las mismas neuras que trataba ‘Banderas de nuestros padres’: la culpabilidad del superviviente, la guerra sin sentido, la instrumentalización del amor a la patria. Y no obstante, aquí se alcanzaba un punto de inflexión sorprendente, pero también inevitable dada la progresiva vejez y misantropía del cineasta: si el mundo es cada vez peor, lo más lógico es que los héroes también lo sean.

Por eso Chris Kyle es un tipejo totalmente enamorado de las armas cuya llamada al deber se produce minutos después de descubrir a su novia poniéndole los cuernos en su propia caravana: si los personajes de ‘Banderas de nuestros padres’ son ciudadanos normales, jóvenes con inquietudes, el protagonista de ‘El francotirador’ ha de ser por fuerza un redneck imbécil cuyas proezas no se resumen en levantar banderas, sino en asesinar niños y mujeres desde la distancia.

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En ‘Sully’ esta fatalista localización del héroe no tiene lugar, pues astutamente Eastwood prefiere escoger a Tom Hanks, A.K.A. novio de América, para enfrentarlo de nuevo a instituciones que sudan fuerte de su integridad y sólo quieren justificar el coste del avión destrozado, pero volvemos a toparnos con ella en ’15:17 Tren a París’. Que sí, es una de las peores películas de Eastwood, pero también interesante como la que más.

Es muy loco lo de ’15:17 Tren a París’. El retrato de este héroe final, último retazo de un mundo que ha perdido tanto el norte que ni siquiera puede evitar hacer partícipe de su miseria a este paladín, es tan crudo y directo como sólo podría serlo si cogía a los protagonistas de la historia real y los ponía a interpretarse a sí mismos, que, como sabréis, es justo lo que hizo. El campeón.

En ’15:17 Tren a París’, por tanto, no hay falsificación alguna de la historia norteamericana. Eso nunca le ha interesado a este director. En su lugar, lo que hay es un retrato tan visceral que, obviamente, conduce a que todo lo que no sea la escena donde estos tres jóvenes resultaron ser héroes se revele tedioso y aburrido, y dado que la escena susodicha apenas dura cinco minutos, imaginaos el percal.

Stone, Sadler y Skarlatos son, al igual que en la vida real, malos estudiantes, ignorantes supinos, y tan cuñados como sólo podrían serlo quienes aprovechan su visita del Coliseo romano para recitar diálogos de ‘Gladiator’, y esto lo reproduce ’15:17 Tren a París’ con absoluta fidelidad.

15: 17 Tren a París

15: 17 Tren a París

Porque por muy palurdos que sean estos chavales, Clint está convencido, son la única esperanza de nuestro mundo. La única esperanza que le queda frente a, y ya iba siendo hora de que pasáramos por aquí, esa generación de nenazas que lo está estropeando todo.

Clint Eastwood contra la generación de nenazas

El director, en efecto, no está nada contento con cómo se han desarrollado las cosas en los últimos años, ya sea por algo consustancial a la vejez o porque, y esto es lo verdaderamente significativo, su afán individualista haya ido perdiendo convicción paulatinamente, para acabar refugiándose con desesperación en una forma de entender la masculinidad directamente heredada, también, del western, y que es directamente responsable de que haya quien quiera despojar a sus películas del derecho a envejecer con dignidad.

En ‘Mystic River’ —sin lugar a dudas, su última obra maestra—, Clint se permitía hacer un comentario amargo sobre esta masculinidad, atendiendo a sus formas más tóxicas y a una problemática tan desgarradora que no sólo provocaba el injusto asesinato del que fuera el mejor amigo de Jimmy Markum (Sean Penn), sino también servía de marco a la total alienación de su mujer Annabeth (Laura Linney) al asegurarle que hizo lo que tenía que hacer, porque «Papi es el rey, y el rey sabe siempre lo que tiene que hacer».

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Como en la antológica ‘Sin perdón’, la masculinidad arrojaba a sus personajes a un abismo moral del que ni los discursos liberales más luminosos podían apartar, pero esta tendencia llegó a un abrupto final en ‘Gran Torino’, convirtiéndose en un catálogo de principios y buenas prácticas con los que hacer frente a otros problemas más acuciantes, como esos malditos y hambrientos espacios de poder de los que Walter Kowalski se apartaba conscientemente.

En la película que hace poco cumplía 10 años de su estreno en nuestro país, Eastwood aceptaba su estatus de icono de la masculinidad para no sólo mantenerse firme y resistente ante lo complicado que se estaba volviendo todo, sino también para salvar a un pobre chico Hmong y demostrarle cómo ser un hombre. Su relación con él y los miembros de su clan, que además pasaba por defenderlos frente a otros inmigrantes y llegar a sacrificarse para salvarles la vida, se quiso vender en su momento como un intento de concienciación racial, y no cabe duda de que el propio Clint también quiso verlo así.

El problema es que ya no cuela. ‘Gran Torino’, esgrimiendo con tanto orgullo la narrativa de salvador blanco que ya se ha estudiado sobradamente —y que, aunque fuera teledirigida, también empleó en ‘Invictus’—, utilizando la violación de una mujer como estímulo de la hombría floreciente del pobre Thao, y abogando por erigir a un hombre blanco heterosexual armado con un rifle como única forma legítima de justicia, está bastante superada ya. Como la generación de nenazas no ha dejado de hacérselo notar a Clint Eastwood en los últimos años.

Gran Torino

Gran Torino

La generación de nenazas está aterrada ante el auge del fascismo y ante ese Donald Trump al que Eastwood no le importó votar «aunque dijera algunas estupideces«; la generación de nenazas no puede evitar diagnosticar la forzosa irrelevancia de este director, ni escupir sobre su legado ni, en el mejor de los casos, tomárselo como un chiste… porque no puede hacer mucho más.

Y es que tampoco pasa nada. ‘Mula’ ha tenido unas críticas excelentes, con numerosas voces lamentando que la corrección política haya evitado que figure entre las nominadas al Óscar de Mejor Película y, ya que hablamos de estos premios, su última ganadora ha sido ‘Green Book’, cuya narrativa de salvador blanco se ofrece aún más trasnochada que la de ‘Gran Torino’.

Pareciera, por tanto, que la generación de nenazas lleva las de perder. Pero, mientras Walter Kowalski nos siga dirigiendo miradas cabreadas desde su porche, aterrorizado porque siente que el tiempo se le acaba, nosotros seguiremos teniendo el consuelo de poder devolverle la mirada, desafiantes.