El trap pluriclasista

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El nuevo producto musical de exportación nacional tiene representantes de todos los estratos sociales. Un fenómeno transversal en el que todos conviven más allá de los prejuicios. ¿Quién es quién?

¿Por qué el trap argentino está en las grillas de los festivales de rock? ¿Y en la cortina de la Copa de la Liga Profesional de Fútbol 2021? ¿En las colaboraciones de los Premios Gardel y en los late night shows de Estados Unidos? Hay trap argentino en todo el mundo.

Es la primera gran criatura de exportación musical post rock. El nuevo rocanrol.

Pero para entender cómo llegó a ser lo que somos hay que saber quiénes son los que lo hacen. Más precisamente de dónde vienen, qué dicen sus historias.

El punto 0 del trap es el Parque Rivadavia de la Ciudad de Buenos Aires, donde se hizo durante 5 años El Quinto Escalón, la que sería la competencia de freestyle más importante de Latinoamérica.

La competencia era los domingos, en la calle, gratis. El Quinto Escalón abría el juego para que rapeen los que vivían sin un mango, los pibes de colegio privado que las tenían todas y los que venían de otras provincias por un voto de confianza.

Los hijos de artistas, de los laburantes, los que no tenían padres presentes como Klan y también esos a los que sus padres los llevaban de la mano a la competencia, como Trueno.

El trap es una amalgama de las clases medias y populares de nuestro país.

Y Duki es el jefe: un pibe de clase media que se crió en La Paternal, su mamá se recibió de abogada cuando él y sus hermanos ya eran grandes, su papá es diseñador gráfico. Ambos profesionales.

La de Duki fue una familia-tipo, profundamente golpeada por la crisis del 2001 y los altibajos de la economía argentina. Una en la que el primer sueldo de Mauro -antes de ser Duki- se destinó, según cuenta su mamá Sandra, a pagar los impuestos de la casa. Y la misma que hoy viaja a Barcelona para ver a Duki llenar un estadio.

En cambio Dillom nunca vio a sus padres recuperarse de una crisis. Él es la representación de la clase media empobrecida, venida abajo: cuando su papá se fue de la casa, vio a su mamá vender ropa en Parque Centenario e ir presa porque -también- vendía drogas.

Esos dos pibes con un origen similar y distintos caminos están hoy en el mismo lugar: el trap. El espacio en el Dillom escribe “mi mamá tomando merca todo en frente de mi cara y mi viejo después de eso me echó fuera de la casa”. Y Duki “¿Cómo quieren que no brille? ¿Cómo quieren que no humille? Si yo soy hijo del Guille”, mientras hace a su familia parte de su staff.

Duki es la clase media a la que, mejor o peor, la comida nunca les faltó. Dillom en cambio, es un pibe que vivió en Colegiales y en Palermo, pero que también durmió en una plaza.

La plaza a la que Wos llegó en busca de otras perspectivas y se juntó a tomar vino en cartón con los pibes que vivían en la calle, mientras él volvía a dormir en su casa en Chacarita.

La de Valentín Oliva, Wos, es otra clase media. La acomodada y progre: el hippie con osde.

Estudió en el colegio Mariano Acosta y bancó las tomas frente al avance de la UNICABA. Es hijo de artistas y el más influenciado por el rock nacional: Wos en lugar de escribir sobre el lujo y la guita, escribe: “no me hablen de meritocracia me da gracia, no me jodas / que sin oportunidades esa mierda no funciona”.

Con Trueno pusieron en agenda el debate sobre el lugar del trap como el nuevo rocanrol con una sentencia hecha canción: “Te guste o no te guste somos el nuevo rocanrol”.

“Yo soy de barrio, soy mi jefe y mi horario, no acepto ofertas de ningún mercenario” dice Trueno, la clase media barrial. Trueno de La Boca; el que ya nació artista y pasó toda su vida en la Comuna 4 de la Ciudad de Buenos Aires.

Mateo Palacios estuvo desde chico en el teatro comunitario de Catalinas Sur y en los shows del under en el barrio de La Boca. Es el pibe que señalan desde el bajo de La Boca por ser un cheto y en Colegiales lo reconocen como un curtido. Se crió jugando a batallar con rimas contra su papá: no miraba los Power Rangers, miraba batallas de freestyle.

Pero el trap también tiene artistas como Paulo Londra, el más cheto de la escena.

Un pibe de Córdoba que ni siquiera tuvo que mudarse a Buenos Aires para conseguir llegar al mainstream. Un trapero sin tatuajes en la cara, rubio y de ojos celestes; un chico Disney que fue el primer cordobés en grabar con Ed Sheeran y el único, además, que hoy tiene un contrato con Warner.

Los pibes del trap monopolizaron la escena en los inicios de los años de explosión de los feminismos: entonces entraron las pibas.

Gracias al feminismo y a “la puta jefa del trap”: Cazzu, Julieta Cazzuchelli. En el momento en que el movimiento copó las reflexiones de los pibes de la plaza y de los dueños del mainstream, Cazzu llegó desde Fraile Pintado -un pueblo de 13.000 habitantes en las afueras de San Salvador de Jujuy- y le dio anchura al trap y oportunidades para las mujeres en la escena.

Desde que están ellas entonces, el trap es feminista de pañuelo verde.

Cazzu no está sóla porque la subió a Nicki Nicole a un escenario cuando nadie la conocía. Porque le dio un feat a María Becerra cuando recién estaba empezando. Porque le da al trap perspectiva de género y multiculturalismo: Julieta dijo en historias de Instagram para 10 millones de personas lo que significa empezar desde Jujuy en un país que todavía debate el federalismo; reivindicó la cultura latinoamericana frente al ninguneo de Doja Cat y su anglocentrismo y le explicó a ese público que Bolivia y Argentina son países hermanos, no enemigos.

Julieta Cazzuchelli se ganó el lugar de jefa porque se instaló en Buenos Aires, pateó las puertas y llegó a las grillas como las mujeres llegamos a las calles: disputando lugares de poder. Nunca dejó de decir que para lograr lo que logró, tuvo que irse de su pueblo natal, porque en la Argentina las posibilidades no se distribuyen con equidad.

Ya con Cazzu, Nicki Nicole y María Becerra en escena, llegó Tini. Hija de un director y productor de TV reconocido, a Martina Stoessel ya la conocíamos todos: fue Violetta hasta que se cortó el flequillo, se hizo un piercing y empezó a cantar con autotune. Una suerte de Miley Cyrus argentina que fue a un colegio privado de San Isidro y conoció los estudios de televisión antes que la secundaria. Tini y Paulo Londra son la representación de la clase media-alta de la Argentina. Y por supuesto, también son trap.

Como es trap Gonzalo Conde, Bizarrap, el más fan de las batallas de plaza que se divertía haciendo compilados de humor con recortes de El Quinto Escalón. No es cantante, es productor. Bzrp es en realidad la marca registrada, con gorra y anteojos, de un pibe de 23 años que se dio cuenta que producir música desde su habitación de Ramos Mejía con lo que tenía a su alcance era posible. Y hoy es uno de los productores más importantes del mundo.

Entonces el trap se hizo también de la digitalización: Bzrp construyó la figura del productor como protagonista y su canal de YouTube como el lugar en donde se encuentra el trap.

Hoy la Bzrp Sesion de Cazzu tiene 125 millones de reproducciones y la de Nicki Nicole 173 millones, fue la primera en el ranking de las más escuchadas hasta que llegó la de Nathy Peluso con 307.583.863 visualizaciones.

Peluso, una argentina que vivió toda su vida en España pero escribe sobre Buenos Aires y reivindica la música latinoamericana. Una feminista radical, del culto a su cuerpo y al amor propio, del perreo y la sexualidad a flor de piel. Es la más atrevida, un aluvión de energía y ESI: “Yo sé cómo hablarle a mi bitch / Yo sé cómo cortar mi hachís / Si te muestro, viene la police / Si me agacho sientes tú mi clítoris”.

Nathy Peluso arrasa con todo, su perfo no se entiende sin feminismo.

Su lugar en la escena está marcado por su origen español y argentino a la vez, mientras que Nicki Nicole y María Becerra son las nenas de Argentina en el mundo. Las pibas del trap son también internacionales.

Con María Becerra se inauguró algo así como una segunda generación del trap que, perfeccionando a la primera aparece como federal, transclase y con paridad. En esa generación surgieron artistas como Rusherking, que viene de Santiago del Estero; o Emilia, de Entre Ríos.

En los márgenes de esa segunda generación está L-Gante y su cumbia 420.

Si Trueno es el barrio, L-Gante es la villa. No es la clase media del trap, es las clases populares: el pibe que hizo un hit con un micrófono de 1.000 pesos y una computadora del Conectar Igualdad, que después admitió no haberla recibido en la escuela sino como parte de un trueque. El pibe que llenó gratis Tecnópolis y no el Lollapalooza -Villa Martelli, no San Isidro- en su momento de auge.

L-Gante es el pueblo y también es trap porque el trap es cultura que colabora, que invita, que hace feats.

El trap no es música. O no sólo. Fue un nicho que trascendió las fronteras para pasar a ser

cultura: la de una generación que entendió las demandas de las pibas, en la que confluyen y colaboran diversas clases sociales, historias, realidades.

El trap está hecho del sampleo a las grandes bandas de rock. De las colaboraciones entre generaciones y géneros. De una forma de vestir, de convivir, de ser artistas.

La escena del trap no mira de reojo si Wos toca con Ciro o Trueno con Gorillaz. Si YSY A tiene un tema con Santaolalla o si Charly García conoce a Duki. Si Cazzu canta reggaetón con Bad Bunny o el Himno Nacional junto a David Lebón, Pedro Aznar, Jairo, Baglietto y Víctor Heredia en un festival de la UBA. No importa si Nathy Peluso tiene un feat con Fito Páez o si Pergolini es parte del disco de Dillom; si Nicki Nicole está en el programa de Jimmy Fallon o cantando en Coachella; si L-Gante canta Verano del 92 con Ciro o C Pikó la Clandestina con Damas Gratis.

Es un nuevo rock profundamente colaborativo y orgulloso de lo propio, de lo argentino. El trap está hecho de las mismas cosas que el rock y que el fútbol: del sueño del pibe, de la masividad, de la figura del ídolo y ahora, de las ídolas.

A los y las pibas del trap no les importa si es de cheto, de villero o de clase media progre; importa “ser trap”.

Porque ser trap es ser argentinos en el mundo.