Lo
cierto
es
que
Reino
Unido
esperaba
que
el
F-35B
fuera
un
caza
prácticamente
invencible,
pero
en
la
actualidad
vuela
poco,
y
las
veces
que
lo
hace
ocurren
situaciones
ciertamente
surrealistas
como
la
que
está
ocurriendo
ahora
mismo
en
India.
Sea
como
fuere,
ni
siquiera
la
escena
actual
se
acerca
a
lo
ocurrido
en
1983,
cuando
ocurrió
el
indescriptible
episodio
conocido
como
el
incidente
en
el
Alraigo.
El
caza
no
arranca.
El
caza
furtivo
británico
F-35B,
uno
de
los
más
avanzados
y
costosos
del
planeta,
permanece
varado
más
de
un
mes
en
la
India
desde
que
realizara
un
aterrizaje
de
emergencia
el
14
de
junio
en
el
aeropuerto
internacional
de
Thiruvananthapuram
(Kerala)
debido
a
un
fallo
técnico
relacionado
con
el
sistema
hidráulico
y
la
unidad
de
potencia
auxiliar.
Un
equipo
de
ingenieros
y
militares
británicos
llegó
al
país
el
6
de
julio
para
encargarse
exclusivamente
de
las
reparaciones
que
se
llevan
a
cabo
bajo
estrictas
medidas
de
seguridad
en
un
hangar
privado
de
Air
India,
completamente
sellado
y
con
acceso
restringido
a
las
fuerzas
locales.
Aunque
la
aeronave
fue
trasladada
desde
su
ubicación
inicial
tras
tres
semanas
inmovilizada,
no
hay
noticias
sobre
cuándo
volverá
a
estar
operativa.

El
gobierno
de
India
ha
aprovechado
para
sacar
partido
a
la
situación
del
caza
Todo
sale
mal.
Pero
como
decíamos
al
inicio,
la
historia,
aunque
difícil
de
creer,
es
poca
cosa
comparada
con
lo
ocurrido
hace
varias
décadas.
En
junio
de
1983,
durante
unas
maniobras
de
la
OTAN
frente
a
las
costas
de
Portugal,
el
joven
teniente
británico
Ian
“Soapy”
Watson
despegó
desde
el
portaviones
HMS
Illustrious
a
bordo
de
un
caza
Sea
Harrier
para
una
misión
de
búsqueda
simulada
bajo
condiciones
de
combate.
Junto
a
otro
piloto
debían
localizar
un
portaviones
francés
manteniendo
el
silencio
de
radio
y
los
radares
apagados
hasta
llegar
a
la
zona
asignada.
Tras
activarlos,
ambos
se
separaron
y,
al
terminar
la
búsqueda,
Watson
intentó
reunirse
con
su
compañero,
pero
no
logró
contacto.
Al
quedarse
sin
referencias
de
navegación
precisas
y
con
la
radio
inoperativa,
se
desorientó
en
pleno
océano.
Sin
contacto
alguno,
sin
señal
en
el
radar
y
con
el
combustible
agotándose,
el
piloto
supo
que
debía
tomar
una
decisión
drástica.
La
maniobra
imposible.
Buscando
señales
de
tráfico
marítimo,
su
radar
detectó
finalmente
un
objetivo:
el
buque
mercante
español
Alraigo,
que
se
dirigía
a
Tenerife.
Incapaz
de
comunicarse
con
la
tripulación,
Watson
decidió
realizar
una
pasada
rasante
para
llamar
su
atención.
Al
observar
que
los
contenedores
sobre
la
cubierta
formaban
una
plataforma
plana
similar
a
una
pista
de
entrenamiento,
optó
por
intentar
lo
impensable:
aterrizar
su
caza
vertical
sobre
los
contenedores
de
carga.
Aunque
logró
posarse,
la
aeronave
comenzó
a
deslizarse
hacia
atrás
hasta
que
su
tren
de
aterrizaje
cayó
parcialmente
del
borde,
impactando
incluso
contra
una
furgoneta
destinada
a
una
floristería
en
la
isla
de
Tenerife.
Sin
embargo,
el
caza
no
cayó
y
quedó
encajado
sobre
los
contenedores.
La
escena
(y
las
imágenes)
quedaron
para
siempre
en
la
historia
de
la
aviación.
Llegada.
El
capitán
del
Alraigo,
impasible,
notificó
a
las
autoridades
británicas
que
entregarían
el
piloto
y
su
avión
en
Tenerife
en
cuatro
días,
sin
alterar
su
ruta.
A
su
llegada
a
puerto,
una
multitud
de
periodistas
esperaba
la
surrealista
escena
con
el
Sea
Harrier
montado
sobre
un
barco
mercante.

Así
quedó
el
caza
tras
la
maniobra «imposible»
Consecuencias
diplomáticas.
Al
llegar
a
puerto,
tanto
la
naviera
García
Miñaur
como
la
tripulación
del
Alraigo
consideraron
que
habían
protagonizado
un
auténtico
salvamento
marítimo,
tal
como
contemplaba
la
legislación
española.
El
valor
del
Harrier,
cifrado
entonces
en
1.500
millones
de
pesetas,
no
era
poca
cosa.
Para
asegurar
el
cobro
de
un
premio
justo,
el
abogado
Fernando
Meana
solicitó
sin
éxito
el
embargo
preventivo
del
avión.
Ante
la
negativa
judicial,
se
optó
por
acudir
a
un
arbitraje
en
Londres,
con
la
certeza
de
que
la
legislación
británica
(a
diferencia
de
la
española)
otorgaría
la
totalidad
de
la
recompensa
al
armador,
dejando
fuera
a
los
tripulantes.
Justicia
legal.
Fue
entonces
cuando
entró
en
escena
el
abogado
José
María
Ruiz
Soroa,
que
defendía
a
los
marinos
por
encargo
del
Sindicato
Libre
de
la
Marina
Mercante.
Gracias
a
una
investigación
minuciosa,
Ruiz
Soroa
localizó
en
los
archivos
de
su
padre
una
ley
británica
olvidada,
la
Maritime
Conventions
Act
de
1911,
que
establecía
que
el
reparto
del
premio
debía
hacerse
según
la
legislación
del
país
del
barco
salvador.
Aquella
norma
lo
cambió
todo.
Tras
duras
negociaciones,
logró
que
se
firmara
un
nuevo
contrato
con
la
embajada
británica
en
Madrid
que
garantizaba
la
aplicación
del
derecho
español.
Así,
la
tripulación
y
los
propietarios
del
buque
recibieron
una
indemnización
cercana
a
los
570.000
libras
(unos
1,14
millones
de
dólares
de
la
época).
El
caso
se
convirtió
en
una
mezcla
de
anécdota
diplomática,
circo
mediático
y
rareza
jurídica.
Responsabilidades.
Inicialmente,
Watson
fue
sometido
a
una
Junta
de
Investigación
a
bordo
del
Illustrious,
que
no
tomó
medidas
disciplinarias.
Pero
una
vez
el
portaviones
regresó
a
puerto,
una
segunda
junta
le
atribuyó
responsabilidad
parcial,
alegando
que
solo
había
completado
el
75%
de
su
entrenamiento
y
que
el
caza
tenía
fallos
técnicos,
especialmente
en
el
sistema
de
radio.
El
piloto
fue
reprendido
y
relegado
a
funciones
administrativas.
No
obstante,
Watson
continuó
su
carrera,
acumulando
más
de
2.000
horas
de
vuelo
en
Sea
Harriers
y
900
más
en
F/A-18
antes
de
dejar
la
Marina
en
el
año
1996.
A
pesar
de
la
polémica,
siempre
asumió
la
responsabilidad
sin
excusas:
“Fue
culpa
mía.
Yo
estaba
allí.
Y
ahí
debe
terminar
todo”.
Así,
lo
que
empezó
como
una
operación
de
rutina
acabó
convirtiéndose
en
uno
de
los
episodios
más
singulares
y
estrambóticos
de
la
aviación
naval
británica.
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